jueves, 24 de diciembre de 2009

Mi poder triunfa en la debilidad (2Cor 12,9)

La Navidad es la manifestación del Amor de Dios que se inclina misericordiosamente para asumir la absoluta indigencia y debilidad de su pueblo.
En esa debilidad, y haciéndose débil, la Gracia del Señor triunfa por sobre toda resistencia humana.
Por eso alabamos al Padre Celestial, por enviarnos a su Hijo nuestro Salvador, que haciéndose débil en la fragilidad humana, nos ha abierto el Camino de la Vida, de la Verdad, de la Paz en el Espíritu.

Bendito sea el Señor, el Dios de Israel,

porque ha visitado y redimido a su Pueblo,
y nos ha dado un poderoso Salvador
en la casa de David, su servidor,
como lo había anunciado mucho tiempo antes
por boca de sus santos profetas,
para salvarnos de nuestros enemigos
y de las manos de todos los que nos odian.

Así tuvo misericordia de nuestros padres
y se acordó de su Santa Alianza,
del juramento que hizo a nuestro padre Abraham
de concedernos que,
libres de temor,
arrancados de las manos de nuestros enemigos,
lo sirvamos en santidad y justicia bajo su mirada,
durante toda nuestra vida.

Y tú, niño, serás llamado Profeta del Altísimo,
porque irás delante del Señor preparando sus caminos,
para hacer conocer a su Pueblo la salvación
mediante el perdón de los pecados;

Gracias a la misericordiosa ternura de nuestro Dios,
que nos traerá del cielo la visita del Sol naciente,
para iluminar a los que están en las tinieblas
y en la sombra de la muerte,
y guiar nuestros pasos por el camino de la paz.
(Lc 1,68-79)

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Oraciones del p. Emiliano Tardif

Se sugiere que esta oración se lleve a cabo en un lugar solitario, apartado de toda distracción, teniendo la fe que el Señornos escucha siempre que le hablamos, apropiándonos de cada frase, incluso en voz alta.

I. Curación Física

Señor Jesús
Creo que estás vivo y resucitado.
Creo que estás realmente presente en el Santísimo Sacramento del altar y en cada uno de los que en ti creemos.
Te alabo y te adoro.
Te doy gracias, Señor, por venir hasta mí, como pan vivo bajado del cielo.
Tú eres la plenitud de la vida.
Tú eres la resurrección y la vida.
Tú eres, Señor, la salud de los enfermos.
Hoy quiero presentarte todas mis enfermedades, porque tú eres el mismo ayer, hoy y siempre y tú mismo me alcanzas hasta donde estoy.
Tú eres el eterno presente y tú me conoces...
Ahora, Señor,
te pido que tengas compasión de mí.
Vísítame a través de tu Evangelio para que todos reconozcan que tú estás vivo hoy en tu Iglesia, y que se renueve la fe y mi confianza en ti.
Te lo suplico, Jesús.

Ten compasión de mis sufrimientos físicos, de mis heridas emocionales y de cualquier enfermedad de mi alma.

Ten compasión de mí, Señor, bendíceme y haz que vuelva a encontrar la salud.
Que mi fe crezca y me abra a las maravillas de tu amor,
para que también sea testigo de tu poder y de tu compasión.

Te pido, Jesús, por el poder de tus santas llagas, por tu santa cruz y tu preciosa sangre.

Sáname, Señor.
Sana mi cuerpo,
Sana mi corazón,
Sana mi alma.

Dame vida y vida en abundancia.
Te lo pido por intercesión de María Santísima, tu madre, la Virgen de los Dolores, la que estaba presente, de pie cerca de la cruz.
La que fue la primera en contemplar tus santas llagas y que nos diste por madre.

Tú nos has revelado que ya has tomado sobre ti todas nuestras dolencias y por tus santas llagas hemos sido curados.
Hoy, Señor, te presento en fe todas mis enfermedades y te pido que me sanes completamente.
Te pido por la gloria del Padre del cielo que también sanes a los enfermos de mi familia y amigos.
Haz que crezcan en la fe, en la esperanza y que reciban la salud para gloria de tu Nombre.
Para que tu Reino siga extendiéndose más y más en los corazones a través de los signos y prodigios de tu amor.
Todo esto te lo pido, Jesús, porque tú eres el Señor.
Tú eres el buen Pastor y todos somos ovejas de tu rebaño.
Estoy tan seguro de tu amor que aun antes de conocer el resultado de mi oración, en fe, te digo: Gracias, Jesús, por lo que tú vas a hacer en mí y en cada uno de ellos.
Gracias por las enfermedades que tú estás sanando ahora.
Gracias por los que tú estás visitando ahora con la misericordia.

jueves, 12 de noviembre de 2009

La mirada de Jesús: él ve la fe de la comunidad

Mc 2,1-12:

Unos días después, Jesús volvió a Cafarnaún y se difundió la noticia de que estaba en la casa. Se reunió tanta gente, que no había más lugar ni siquiera delante de la puerta, y él les anunciaba la Palabra.
Le trajeron entonces a un paralítico, llevándolo entre cuatro hombres. Y como no podían acercarlo a él, a causa de la multitud, levantaron el techo sobre el lugar donde Jesús estaba, y haciendo un agujero descolgaron la camilla con el paralítico.
Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: "Hijo, tus pecados te son perdonados".
Unos escribas que estaban sentados allí pensaban en su interior: "¿Qué está diciendo este hombre? ¡Esta blasfemando! ¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?".
Jesús, advirtiendo en seguida que pensaban así, les dijo: "¿Qué es más fácil, decir al paralítico: 'tus pecados te son perdonados', o 'levántate, toma tu camilla y camina'? Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados -dijo al paralítico- yo te lo mando, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa".
El se levantó en seguida, tomó su camilla y salió a la vista de todos.
La gente quedó asombrada y glorificaba a Dios, diciendo: "Nunca hemos visto nada igual"


Si nos imaginamos la escena, podremos palpar el clima creado cuando, en plena enseñanza de Jesús, anunciando la Palabra, desde el techo es descolgado el paralítico... Y aún más, el pasaje nos dice que Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: "Hijo, tus pecados te son perdonados".
Jesús ve la fe de esos hombres, y por esa fe perdona los pecados al paralítico. Aún sin que éste se lo pida. Es seguro que Jesús vio también en el corazón del paralítico esa fe en su misericordia, pues de lo contrario no hubiese aceptado ser llevado allí, en medio de la gente, en contra de su voluntad.

El perdón de los pecados es una realidad espiritual que no puede verse a simple vista e inmediatamente. Sin embargo Jesús sí ve esa necesidad y responde prioritariamente a ella. No queda indiferente, "ve", pronuncia su Palabra eficaz, y se realiza el perdón -la salvación- en el corazón del paralítico. Este es salvado, alcanzado por la misericordia.

Los cuatro hombres que descolgaron al paralítico hacen su misión: llenos de fe, ponen a los pies de Jesús a este hombre necesitado de la Gracia. ¡Qué hermosa misión! Jesús colma sus expectativas ¡con creces!

En el marco del anuncio de la Palabra, este hecho lejos de interrumpir o distraer, no hace más que hacer eficaz esa Palabra que Jesús sigue anunciando: Él vino a proclamar la Buena Noticia de que Dios perdona, realiza la misericordia, aquí, ahora.
Lo que Jesús está enseñando, queda patente y condensado, hecho carne en el corazón del paralítico... ¡pero también en los que están presentes!

Lo que Jesús auncia, se realiza eficazmente, se personaliza. Y es que ante tamaña manifestación se origina en el corazón de todos una necesidad de tomar posición en la fe: o se acepta la Palabra anunciada por Jesús -con sus consecuencias-, o se reniega de él -también con sus consecuencias-.
Ésto es lo que piensan los escribas. Ellos conocen perfectamente la Palabra de Dios... pero parece que quieren retenerla encadenada y estéril: no pueden tolerar que "otro", que "vino de afuera", donde "nosotros hace tantos años que estamos", y que "lo sabemos todo", se ponga a hacer cosas raras...
Jesús ve también el corazón de los que no creen en él, y, así como respondió a la fe de los hombres junto con el paralítico, también responde al corazón de estos escribas. La ceguera les impedía reconocer y aceptar que Dios está obrando a través de la Palabra de Jesús. Para que los ciegos puedan ver, Jesús confirma con un signo visible lo que ya ha realizado de manera invisible: sana a quien ha salvado.

Cuando Jesús sana/salva al paralítico, quiere sanar/salvar a todos. La sanación desencadena un proceso lleno de riqueza de significado en el corazón de los testigos: una ruptura existencial integral con todo lo que signifique relación con Dios, los demás y el mundo. Es el proceso de la sanación/salvación/conversión/novedad de vida.
No lo sana para demostrar su poder, ni para demostrar que él es Hijo del hombre. El sana porque es el Hijo del hombre, y es compasivo y misericordioso. No lo sana para demostrar que es el Mesías, sino porque es el Mesías. Ha encontrado en el sufrimiento, en la angustia del paralítico ayudado por la comunidad de fe, el lugar preciso para que se manifieste su misericordia y se encarne su Palabra salvadora.

La respuesta del paralítico, al pie de la letra del mandato que Jesús le acaba de dar -Yo te lo mando, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa- refleja la obediencia de la fe, ahora del paralítico. Quien había estado postrado, "se levantó enseguida, tomó su camilla y salió 'a la vista de todos'". Tuvo que vencer seguramente muchas resistencias, pero sin duda prevaleció la Palabra del Hijo del hombre.

Ahora, este nuevo hecho también desencadena en los demás una toma de posición. La Palabra se ha anunciado -y realizado- también en la gente: Ésta "quedó asombrada y glorificaba a Dios, diciendo: 'nunca hemos visto nada igual'". Esta gente queda colmada de gozo y alegría. Reconocen la presencia, la acción de Dios. El Señor está aquí, se ha hecho presente, se ha manifestado.

Son testigos. Podrán decir: "nosotros hemos visto y oído lo que el Señor ha hecho", sanando la ceguera y la sordera. Ahora podrán ver la Voluntad del Señor y escuchar su Palabra.

Aquellos que "ven" la maravillosa eficacia de la Palabra de Dios que sana/salva, son también sanados/salvados. Ya no son "ciegos", sino que comienzan a ver que el Reino de Dios ha llegado, está presente y suscita una nueva realidad: "Nunca hemos visto nada igual". Pueden alabar y glorificar a Dios.

¡Qué distintas respuestas ante un mismo hecho!

Los escribas quedan llenos de odio y resentimiento, se sienten celosos de su lugar, de su seguridad y posición religiosa -la que sienten amenazada-.
Se desencadena en ellos murmuraciones, trampas, planes para quitar de en medio a Jesús, se endurecen más sus corazones... mientras la gente sencilla exulta de gozo y alegría, glorificando a Dios, porque han encontrado lo que tanto buscaron a lo largo de la vida: al verdadero Dios de la Vida, que se ha manifestado en el Corazón de Jesús.

También hoy cuando verdaderamente anunciamos y creemos en la Palabra de Jesús, éste actúa con misericordia y eficacia. Porque es Su Palabra, es Su deseo, es Su misión, es Su Reino, es Su amor el que sana, libera, salva, convierte, suscita alegría y esperanza.

Y también hoy su Palabra encuentra resistencia en los "escribas" actuales, que todo lo saben, todo lo conocen, que hace tantos años se acostumbraron a ocupar un lugar de privilegio pretendiendo exclusiva mediación eclesial o teologal, y que están totalmente ciegos negándose a reconocer que el Hijo del hombre vino verdaderamente a sanar/salvar...
También hoy estos escribas se refugian en proyectos, en estructuras pastorales, planificaciones, guiones -que están tan bien hechos que duran muchos años siempre iguales-, subsidios, costumbres hechas ritos inamovibles...
"Saben" lo que dice la Palabra, pero si fuera por ellos, no sería necesaria su existencia, ya que la han reemplazado por su propia ideología, por más religiosa que sea. Están seguros de sus "decálogos", "proyectos", "idearios", "consejos", etc... porque eso sustenta sus oscuros deseos de poder...
También hoy los carcomen los celos: están convencidos de que Dios no puede actuar fuera del marco impuesto. Dios no puede actuar en otros, que "no están preparados" -como ellos-. Y cuando lo hace, todo lo juzgan de acuerdo a sus propios criterios. Se han erigido en punto de referencia de la verdad hasta el punto de negar lo evidente y llamar mal al bien, error a la verdad, y "celo pastoral" al celo enfermizo enraizado en sus corazones.
También hoy repetirán la historia: murmurarán, perseguirán, denunciarán, condenarán, expulsarán, y si pudieran, eliminarían a quien atente contra la ideología que sustenta sus privilegios y a la que consideran su compromiso religioso...

Jesús sana también hoy el corazón de los testigos.
¡Cuántos se han acercado al Señor e incluso han sido sanados/salvados al ver cómo Jesús con su Palabra sana/salva y libera! ¡Con cuánta alegría, y glorificando a Dios reconocen la presencia del Reino y su vida comienza a cambiar, a partir del testimonio vivo de los hermanos sanados/salvados!
Éste es el sentido de dar testimonio: ser canal de eficacia de la Palabra anunciada, proclamación gozosa del Señor Jesús ¡que vino a salvar y no a condenar!

P. Atilio Luis Bruno scj

martes, 10 de noviembre de 2009

La mirada de Jesús

El Evangelio nos presenta a Jesús llevando a cabo su misión salvadora. Y en cada encuentro personal que encontramos en el Evangelio se abre para todas las personas y comunidades de todos los tiempos el mismo canal de gracia: la Mirada amorosa de Jesús. El Dios que se ha inclinado sobre el corazón herido para sanarlo. Jesús que "mira" y con su mirada ilumina la realidad herida por el pecado o el sufrimiento. Le da un marco de salvación, le da sentido. Abre a la esperanza, suscita en cada persona el deseo de dejarse mirar, dejarse encontrar, dejarse amar. En la mirada de Jesús encontramos su mano extendida, su brazo fuerte, su manifiesto deseo -eficaz deseo- de sanar y salvar.
La mirada de Jesús, interpela, perdona, sana, salva. En él se realiza lo que proclama el salmista:

Él perdona todas tus culpas
y cura todas tus dolencias;
rescata tu vida del sepulcro,
te corona de amor y de ternura;
él colma tu vida de bienes,
y tu juventud se renueva como el águila.
El Señor hace obras de justicia
y otorga el derecho a los oprimidos...
El Señor es bondadoso y compasivo,
lento para enojarse y de gran misericordia;
no acusa de manera inapelable
ni guarda rencor eternamente;
no nos trata según nuestros pecados
ni nos paga conforme a nuestras culpas.
Cuanto se alza el cielo sobre la tierra,
así de inmenso es su amor por los que lo temen;
cuanto dista el oriente del occidente,
así aparta de nosotros nuestros pecados.
Como un padre cariñoso con sus hijos,
así es cariñoso el Señor con sus fieles;
él conoce de qué estamos hechos,
sabe muy bien que no somos más que polvo.
Los días del hombre son como la hierba:
él florece como las flores del campo;
las roza el viento, y ya no existen más,
ni el sitio donde estaban las verá otra vez.
Pero el amor del Señor permanece para siempre,
y su justicia llega hasta los hijos y los nietos
de los que lo temen y observan su alianza,
de los que recuerdan sus preceptos y los cumplen.
(Sal 103)

El sabe de qué barro estamos hechos. La luz de su mirada tiene la misión de dar vida allí donde hay sombras de muerte, esperanza donde hay angustia, miedo, dolor, desesperación. Su mirada nos revela al Corazón de Jesús que no es indiferente, sino que se inclina para sanar, respondiendo así a la necesidad, a la súplica, a la indigencia, a la orfandad, a toda situación donde haya sufrimiento cualquiera sea su causa.

Como dice Philippe Madre:
Jesús "no puede -ni quiere- disociar predicación y curación. Cristo desea inclinarse sobre toda suerte de angustia humana, ya sea esta la de una enfermedad física o psíquica, la de un sufrimiento social o familiar, la de una culpabilidad o una desesperación.
El Evangelio (Mt 9,35-38) nos describe una escena asombrosa, esclarecida aún más por Marcos (6,34) o por Lucas (10,2). Multitudes vienen a Jesús, inclinadas por sus cargas, con sufrimientos de diversa índole. Hay un detalle que debemos retener: Los ve en el camino que los lleva a Él. Fija su mirada sobre ellas; Él les está ya presente, como anticipándose al encuentro. Están acercándose a Él, numerosas, y ya les pone atención con el corazón y con el espíritu."
¿Qué sabiduría se nos enseña aquí?
Jesús está atento con el corazón: su compasión se está ejerciendo. Está trastornado hasta lo más íntimo de su alma por el sufrimiento del hombre, sea el que sea. Busca ya, aun antes de escuchar la queja o la súplica, cómo socorrer, cómo ayudar, cómo encontrar una solución adecuada...
Jesús está atento con el espíritu: su sabiduría está en ejercicio, por lo que el hombre llama (hoy en día) el discernimiento profético. Los diferentes sufrimientos que Él contempla con dolor están ligados con la ignoracia o la ceguera espiritual. Todas estas personas tienen algún mal, ya en su cuerpo, ya en su alma, ya en su misma vida. Están encerradas en su sufrimiento porque ignoran una verdad (una realidad) para su existencia: su Dios es un Dios de amor y de ternura, lento a la cólera y lleno de bondad.
Estas personas, seguramente, como judíos que son, han oído hablar de Dios, pero el yugo que algunos jefes religiosos les hacen llevar, desnaturaliza o falsifica la imagen o representación que tienen de Él. La carga puede ser, quizás, la de la ocupación romana, o, peor aun, la del autoritarismo de ciertos fariseos; sea lo que sea, para la inmensa mayoría de estas multitudes, Dios no es conocido tal como es Él, y las prácticas religiosas a las cuales ellos están obligados no constituyen en manera alguna una vía de felicidad y de curación.
Necesitan una revelación del Dios verdadero, del Dios-Padre. Cristo ha venido para esto." (Ph. Madre, "Curación y exorcismo: ¿cómo discernir?", San Pablo, 2007, Bogotá, pp. 21-22)

Podríamos decir que Jesús consideró esencial sanar el corazón -¡y el cuerpo!- para manifestar de manera evidente su incondicional amor por el hombre, su voluntad de salvarlo, su deseo de restablecerlo en su más honda dignidad: reconciliarlo con el Padre y consigo mismo. Y esa transformación espiritual ofrecida por el Corazón de Jesús, se encarna verdaderamente porque vino a salvar a todo el hombre y a todos los hombres.

Ni la sanación termina en el cuerpo, ni la salvación se refiere únicamente al alma...

Jesús sanó -¡y continúa sanando hoy!- porque es el Salvador, y porque la enfermedad y el sufrimiento se convierten en el lugar privilegiado en el que se manifiesta el poder de su amor y su misericordia. Ésta es la razón por la cual, en el Evangelio como en la Iglesia de hoy, curación y salvación están íntimamente ligadas, aun cuando la ceguera del corazón humano tiene la tendencia a disociar las dos experiencias, exaltando una y relativizando la otra.

P. Atilio Luis Bruno scj

jueves, 29 de octubre de 2009

Súplicas que pueden ser empleadas privadamente por los fieles en la lucha contra las potestades de las tinieblas


1. Señor Dios, ten misericordia de mí, tu siervo, que por la multitud de las asechanzas estoy como un vaso resquebrajado; líbrame de la mano de mis enemigos, asísteme para que busque al que está perdido, lo pueda encontrar y restituirlo para ti, y lo pueda restituir y entregártelo para que no lo abandones. Concédeme que te agrade en todo ya que he podido conocerte y saber que me has redimido. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

2. Dios Omnipotente, que refugias a los desolados y confortas a los prisioneros, mira mi aflicción y manifiesta tu poder para auxiliarme; vence al detestable enemigo; y haz que, superada la presencia del adversario, pueda recuperar la paz y la libertad, y así, sirviéndote con sincera piedad, pueda confesar que tú eres admirable y manifestar la grandeza de tus obras. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

3. Dios, creador y defensor del género humano, tú formaste al hombre a tu imagen y lo recreaste admirablemente con la gracia del Bautismo; vuelve tu mirada sobre este siervo tuyo, y escucha bondadosamente mis súplicas. Te pido que brote en mi corazón el esplendor de tu gloria para que, eliminado todo terror, miedo y temor, sereno en mente y alma junto a los hermanos en tu Iglesia pueda alabarte eternamente. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

4. Dios, autor de la misericordia y de todo amor, que quisiste que tu Hijo sufriera por nosotros el patíbulo de la Cruz para expulsar de nosotros el poder del enemigo, mira atentamente mi humillación y dolor, y mantenme firme, te pido, que a quien renovaste en la fuente del Bautismo vencido el combate del Maligno, lo llenes con la gracia de tu bendición. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

5. Señor y Dios mío, que por la adopción de la gracia quisiste que fuera hijo de la luz, concédeme, te pido, que no sea envuelto por las tinieblas de los demonios y siempre pueda permanecer en el esplendor de la libertad recibida de ti. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

2. La Confianza

Amice, commoda mihi tres panes [Amigo, préstame tres panes] Lc 11,5.
Pidamos a María y a José estos tres panes: la fe, la confianza y el amor. No nos los negarán, porque a un amigo que pide con insistencia no se le niega nada.
Tenemos necesidad de confianza, que es el manantial del abandono, tan necesario en nuestra vocación. Nos hace falta una confianza filial, que no es defraudada ni siquiera en las pruebas.
¿Qué tememos? Jesús, María y José son nuestra salvaguardia, nuestros protectores; son como un amparo, una muralla para nuestras almas, para nuestras casas, para nuestra obra.
¿Podemos dudar de la bondad de Jesús, de su solicitud, de su misericordia? Él, que se hizo hombre por nosotros y que murió por nosotros, ¿descuidará lo que pueda sernos provechoso? Es para nosotros como una madre. Quomodo si mater blandiatur, ita ego consolabor vos [Como un niño a quien su madre consuela, así los consolaré yo] (Is 66,13).
Y podría abandonarnos María, que nos ha adoptado en la persona de san Juan al pie de la cruz?
San José es también un padre para nosotros, un padre amante, vigilante y solícito.
Tenemos a Jesús, a María y a José, ¿qué podemos temer? Confiémosles nuestras almas, nuestras casas, nuestras obras. Sus imágenes están en nuestras casas, sus nombres en nuestros labios y en nuestros corazones; no temamos nada, estamos bien guardados.
Tengamos confianza, incluso en las pruebas.
El Señor parece dormir algunas veces, deja que se levante la tempestad; pero vela e interviene en el momento oportuno. Permite las pruebas, que son útiles e incluso necesarias para nuestra santificación y para el progreso de nuestras obras.
El Señor las hará redundar en nuestro provecho. Pongamos en Él toda nuestra confianza.
In te, Cor Iesu, speravi, non confundar in aeternum [Yo he esperado en ti, Corazón de Jesús; jamás seré defraudado].
P. Leon Dehon, Directorio Esprititual SCJ, N 157

miércoles, 28 de octubre de 2009

La fe viva

Beati qui crediderunt et non viderunt (Felices los que creen sin haber visto) Jn 20,29. Son palabras de Jesús al apóstol santo Tomás. Al Señor le gusta la fe viva, la fe pura y genuina, que no busca consolaciones y que sabe obrar lo mismo en la aridez que en la alegría espiritual. La fe pura es una verdadera inmolación del corazón.
Viva y verdadera fue la fe de Abraham, dispuesto a inmolar al hijo de la promesa, y la fe de los reyes magos, que creyeron en el anuncio de la estrella y que, incluso cuando la estrella desapareció, prosiguieron su objetivo. Muy viva y verdaderamente admirable fue también la fe de san José que, a pesar de todas las contradicciones y dificultades, creyó en los misterios de la redención. Aceptó todos los mensajes del ángel. Y, siendo testigo de todas las humillaciones de Jesús en Belén, en Egipto, en Nazaret, siempre fue fiel a su fe. Muere antes de los grandes milagros de Jesús, antes de su resurrección, y muere, sin embargo, en la fe más viva y meritoria.
Es en los momentos de prueba, sobre todo, cuando la fe debe ser firme y perseverante. En tales crisis alcanza la fe las más grandes victorias y prepara el éxito de las obras. Dios castiga las dudas contra la fe, como vemos en muchos ejemplos de la sagrada Escritura.
Nada hemos de temer, aun cuando no comprendamos los designios de Dios. Él nos pedirá con frecuencia el sacrificio de Moria (el sacrificio de Isaac), un sacrificio que al parecer destruye sus promesas. Nuestra humilde sumisión será recompensada por un aumento de favores divinos. (P. León Dehon, Directorio Espiritual SCJ Nro 156)

jueves, 3 de septiembre de 2009

Sínodo de la Palabra

A los hermanos y hermanas «paz ... y caridad con fe de parte de Dios Padre y del Señor Jesucristo. La gracia sea con todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo en la vida incorruptible». Con este saludo tan intenso y apasionado san Pablo concluía su Epístola a los cristianos de Éfeso (6, 23-24). Con estas mismas palabras nosotros, los Padres sinodales, reunidos en Roma para la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos bajo la guía del Santo Padre Benedicto XVI, comenzamos nuestro mensaje dirigido al inmenso horizonte de todos aquellos que en las diferentes regiones del mundo siguen a Cristo como discípulos y continúan amándolo con amor incorruptible.
A ellos les propondremos de nuevo la voz y la luz de la Palabra de Dios, repitiendo la antigua llamada: «La palabra está muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la pongas en práctica» (Dt 30,14). Y Dios mismo le dirá a cada uno: «Hijo de hombre, todas las palabras que yo te dirija, guárdalas en tu corazón y escúchalas atentamente» (Ez 3,10). Ahora les propondremos a todos un viaje espiritual que se desarrollará en cuatro etapas y desde lo eterno y lo infinito de Dios nos conducirá hasta nuestras casas y por las calles de nuestras ciudades.

I. LA VOZ DE LA PALABRA: LA REVELACIÓN

1. «El Señor les habló desde fuego, y ustedes escuchaban el sonido de sus palabras, pero no percibían ninguna figura: sólo se oía la voz» (Dt 4,12). Es Moisés quien habla, evocando la experiencia vivida por Israel en la dura soledad del desierto del Sinaí. El Señor se había presentado, no como una imagen o una efigie o una estatua similar al becerro de oro, sino con “rumor de palabras”. Es una voz que había entrado en escena en el preciso momento del comienzo de la creación, cuando había rasgado el silencio de la nada: «En el principio... dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz... En el principio existía la Palabra... y la Palabra era Dios ... Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada» (Gn 1, 1.3; Jn 1, 1-3).
Lo creado no nace de una lucha intradivina, como enseñaba la antigua mitología mesopotámica, sino de una palabra que vence la nada y crea el ser. Canta el Salmista: «Por la Palabra del Señor fueron hechos los cielos, por el aliento de su boca todos sus ejércitos ... pues él habló y así fue, él lo mandó y se hizo» (Sal 33, 6.9). Y san Pablo repetirá «Dios que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean» (Rm 4, 17). Tenemos de esta forma una primera revelación “cósmica” que hace que lo creado se asemeje a una especie de inmensa página abierta delante de toda la humanidad, en la que se puede leer un mensaje del Creador: «Los cielos cuentan la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos; el día al día comunica el mensaje, la noche a la noche le pasa la noticia. Sin hablar y sin palabras, y sin voz que pueda oírse, por toda la tierra resuena su proclama, por los confines del orbe» (Sal 19, 2-5).
2. Pero la Palabra divina también se encuentra en la raíz de la historia humana. El hombre y la mujer, que son «imagen y semejanza de Dios» (Gn 1, 27) y que por tanto llevan en sí la huella divina, pueden entrar en diálogo con su Creador o pueden alejarse de él y rechazarlo por medio del pecado. Así pues, la Palabra de Dios salva y juzga, penetra en la trama de la historia con su tejido de situaciones y acontecimientos: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado el clamor ... conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo de la mano de los egipcios y para sacarlo de esta tierra a una tierra buena y espaciosa ...» (Ex 3, 7-8). Hay, por tanto, una presencia divina en las situaciones humanas que, mediante la acción del Señor de la historia, se insertan en un plan más elevado de salvación, para que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tm 2,4).

3. La Palabra divina eficaz, creadora y salvadora, está por tanto en el principio del ser y de la historia, de la creación y la redención. El Señor sale al encuentro de la humanidad proclamando: «Lo digo y lo hago» (Ez 37,14). Sin embargo, hay una etapa posterior que la voz divina recorre: es la de la Palabra escrita, la Graphé o las Graphai, las Escrituras sagradas, como se dice en el Nuevo Testamento. Ya Moisés había descendido de la cima del Sinaí llevando «las dos tablas del Testimonio en su mano, tablas escritas por ambos lados; por una y otra cara estaban escritas. Las tablas eran obra de Dios, y la escritura era escritura de Dios» (Ex 32,15-16). Y el propio Moisés prescribirá a Israel que conserve y reescriba estas “tablas del Testimonio”: «Y escribirás en esas piedras todas las palabras de esta Ley. Grábalas bien» (Dt 27, 8).
Las Sagradas Escrituras son el “testimonio” en forma escrita de la Palabra divina, son el memorial canónico, histórico y literario que atestigua el evento de la Revelación creadora y salvadora. Por tanto, la Palabra de Dios precede y excede la Biblia, si bien está “inspirada por Dios” y contiene la Palabra divina eficaz (cf. 2 Tm 3, 16). Por este motivo nuestra fe no tiene en el centro sólo un libro, sino una historia de salvación y, como veremos, una persona, Jesucristo, Palabra de Dios hecha carne, hombre, historia. Precisamente porque el horizonte de la Palabra divina abraza y se extiende más allá de la Escritura, es necesaria la constante presencia del Espíritu Santo que «guía hasta la verdad completa» (Jn 16, 13) a quien lee la Biblia. Es ésta la gran Tradición, presencia eficaz del “Espíritu de verdad” en la Iglesia, guardián de las Sagradas Escrituras, auténticamente interpretadas por el Magisterio eclesial. Con la Tradición se llega a la comprensión, la interpretación, la comunicación y el testimonio de la Palabra de Dios. El propio san Pablo, cuando proclamó el primer Credo cristiano, reconocerá que “transmitió” lo que él «a su vez recibió» de la Tradición (1 Cor 15, 3-5).

II. EL ROSTRO DE LA PALABRA: JESUCRISTO

4. En el original griego son sólo tres las palabras fundamentales: Lógos, sarx, eghéneto, «el Verbo/Palabra se hizo carne». Sin embargo, éste no es sólo el ápice de esa joya poética y teológica que es el prólogo del Evangelio de san Juan (1, 14), sino el corazón mismo de la fe cristiana. La Palabra eterna y divina entra en el espacio y en el tiempo y asume un rostro y una identidad humana, tan es así que es posible acercarse a ella directamente pidiendo, como hizo aquel grupo de griegos presentes en Jerusalén: «Queremos ver a Jesús» (Jn 12, 20-21). Las palabras sin un rostro no son perfectas, porque no cumplen plenamente el encuentro, como recordaba Job, cuando llegó al final de su dramático itinerario de búsqueda: «Sólo de oídas te conocía, pero ahora te han visto mis ojos» (42, 5).
Cristo es «la Palabra que está junto a Dios y es Dios», es «imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación» (Col 1, 15); pero también es Jesús de Nazaret, que camina por las calles de una provincia marginal del imperio romano, que habla una lengua local, que presenta los rasgos de un pueblo, el judío, y de su cultura. El Jesucristo real es, por tanto, carne frágil y mortal, es historia y humanidad, pero también es gloria, divinidad, misterio: Aquel que nos ha revelado el Dios que nadie ha visto jamás (cf. Jn 1, 18). El Hijo de Dios sigue siendo el mismo aún en ese cadáver depositado en el sepulcro y la resurrección es su testimonio vivo y eficaz.

5. Así pues, la tradición cristiana ha puesto a menudo en paralelo la Palabra divina que se hace carne con la misma Palabra que se hace libro. Es lo que ya aparece en el Credo cuando se profesa que el Hijo de Dios «por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen», pero también se confiesa la fe en el mismo «Espíritu Santo que habló por los profetas». El Concilio Vaticano II recoge esta antigua tradición según la cual «el cuerpo del Hijo es la Escritura que nos fue transmitida» - como afirma san Ambrosio (In Lucam VI, 33) - y declara límpidamente: «Las palabras de Dios expresadas con lenguas humanas se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo el Verbo del Padre Eterno, tomada la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres» (DV 13).
En efecto, la Biblia es también “carne”, “letra”, se expresa en lenguas particulares, en formas literarias e históricas, en concepciones ligadas a una cultura antigua, guarda la memoria de hechos a menudo trágicos, sus páginas están surcadas no pocas veces de sangre y violencia, en su interior resuena la risa de la humanidad y fluyen las lágrimas, así como se eleva la súplica de los infelices y la alegría de los enamorados. Debido a esta dimensión “carnal”, exige un análisis histórico y literario, que se lleva a cabo a través de distintos métodos y enfoques ofrecidos por la exégesis bíblica. Cada lector de las Sagradas Escrituras, incluso el más sencillo, debe tener un conocimiento proporcionado del texto sagrado recordando que la Palabra está revestida de palabras concretas a las que se pliega y adapta para ser audible y comprensible a la humanidad.
Éste es un compromiso necesario: si se lo excluye, se podría caer en el fundamentalismo que prácticamente niega la encarnación de la Palabra divina en la historia, no reconoce que esa palabra se expresa en la Biblia según un lenguaje humano, que tiene que ser descifrado, estudiado y comprendido, e ignora que la inspiración divina no ha borrado la identidad histórica y la personalidad propia de los autores humanos. Sin embargo, la Biblia también es Verbo eterno y divino y por este motivo exige otra comprensión, dada por el Espíritu Santo que devela la dimensión trascendente de la Palabra divina, presente en las palabras humanas.

6. He aquí, por tanto, la necesidad de la «viva Tradición de toda la Iglesia» (DV 12) y de la fe para comprender de modo unitario y pleno las Sagradas Escrituras. Si nos detenemos sólo en la “letra”, la Biblia entonces se reduce a un solemne documento del pasado, un noble testimonio ético y cultural. Pero si se excluye la encarnación, se puede caer en el equívoco fundamentalista o en un vago espiritualismo o psicologismo. El conocimiento exegético tiene, por tanto, que entrelazarse indisolublemente con la tradición espiritual y teológica para que no se quiebre la unidad divina y humana de Jesucristo, y de las Escrituras.
En esta armonía reencontrada, el rostro de Cristo brillará en su plenitud y nos ayudará a descubrir otra unidad, la unidad profunda e íntima de las Sagradas Escrituras, el hecho de ser, en realidad 73 libros, que sin embargo se incluyen en un único “Canon”, en un único diálogo entre Dios y la humanidad, en un único designio de salvación. «Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (Hb 1, 1-2). Cristo proyecta de esta forma retrospectivamente su luz sobre la entera trama de la historia de la salvación y revela su coherencia, su significado, su dirección.
Él es el sello, “el Alfa y la Omega” (Ap 1, 8) de un diálogo entre Dios y sus criaturas repartido en el tiempo y atestiguado en la Biblia. Es a la luz de este sello final cómo adquieren su “pleno sentido” las palabras de Moisés y de los profetas, como había indicado el mismo Jesús aquella tarde de primavera, mientras él iba de Jerusalén hacia el pueblo de Emaús, dialogando con Cleofás y su amigo, cuando «les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras» (Lc 24, 27).
Precisamente porque en el centro de la Revelación está la Palabra divina transformada en rostro, el fin último del conocimiento de la Biblia no está «en una decisión ética o una gran idea, sino en el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est, 1).

III. LA CASA DE LA PALABRA: LA IGLESIA

Como la sabiduría divina en el Antiguo Testamento, había edificado su casa en la ciudad de los hombres y de las mujeres, sosteniéndola sobre sus siete columnas (cf. Pr 9, 1), también la Palabra de Dios tiene una casa en el Nuevo Testamento: es la Iglesia que posee su modelo en la comunidad-madre de Jerusalén, la Iglesia, fundada sobre Pedro y los apóstoles y que hoy, a través de los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, sigue siendo garante, animadora e intérprete de la Palabra (cf. LG 13). Lucas, en los Hechos de los Apóstoles (2, 42), esboza la arquitectura basada sobre cuatro columnas ideales, que aún hoy dan testimonio de las diferentes formas de comunidad eclesial: «Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan, y en las oraciones».

7. En primer lugar, esto es la didaché apostólica, es decir, la predicación de la Palabra de Dios. El apóstol Pablo, en efecto, nos reprende diciendo que «la fe por lo tanto, nace de la predicación y la predicación se realiza en virtud de la Palabra de Cristo» (Rm 10, 17). Desde la Iglesia sale la voz del mensajero que propone a todos el kérygma, o sea el anuncio primario y fundamental que el mismo Jesús había proclamado al comienzo de su ministerio público: «el tiempo se ha cumplido, el reino de Dios está cerca. (Arrepentíos! Y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). Los apóstoles anuncian la inauguración del Reino de Dios y, por lo tanto, de la decisiva intervención divina en la historia humana, proclamando la muerte y la resurrección de Cristo: «En ningún otro hay salvación, ni existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos salvarnos» (Hch 4, 12). El cristiano da testimonio de su esperanza: «háganlo con delicadeza y respeto, y con tranquilidad de conciencia», preparado sin embargo a ser también envuelto y tal vez arrollado por el torbellino del rechazo y de la persecución, consciente de que «es mejor sufrir por hacer el bien, si ésa es la voluntad de Dios, que por hacer el mal» (1 Pe 3, 16-17).
En la Iglesia resuena, después, la catequesis que está destinada a profundizar en el cristiano «el misterio de Cristo a la luz de la Palabra para que todo el hombre sea irradiado por ella» (Juan Pablo II, Catechesi tradendae, 20). Pero el apogeo de la predicación está en la homilía que aún hoy, para muchos cristianos, es el momento culminante del encuentro con la Palabra de Dios. En este acto, el ministro debería transformarse también en profeta. En efecto, Él debe con un lenguaje nítido, incisivo y sustancial y no sólo con autoridad «anunciar las maravillosas obras de Dios en la historia de la salvación» (SC 35) - ofrecidas anteriormente, a través de una clara y viva lectura del texto bíblico propuesto por la liturgia - pero que también debe actualizarse según los tiempos y momentos vividos por los oyentes, haciendo germinar en sus corazones la pregunta para la conversión y para el compromiso vital: «¿qué tenemos que hacer?» (He 2, 37).
El anuncio, la catequesis y la homilía suponen, por lo tanto, la capacidad de leer y de comprender, de explicar e interpretar, implicando la mente y el corazón. En la predicación se cumple, de este modo, un doble movimiento. Con el primero se remonta a los orígenes de los textos sagrados, de los eventos, de las palabras generadoras de la historia de la salvación para comprenderlas en su significado y en su mensaje. Con el segundo movimiento se vuelve al presente, a la actualidad vivida por quien escucha y lee siempre a la luz del Cristo que es el hilo luminoso destinado a unir las Escrituras. Es lo que el mismo Jesús había hecho - como ya dijimos - en el itinerario de Jerusalén a Emaús, en compañía de sus dos discípulos. Esto es lo que hará el diácono Felipe en el camino de Jerusalén a Gaza, cuando junto al funcionario etíope instituirá ese diálogo emblemático: «¿Entiendes lo que estás leyendo? [...] )Cómo lo voy a entender si no tengo quien me lo explique?» (Hch 8, 30-31). Y la meta será el encuentro íntegro con Cristo en el sacramento. De esta manera se presenta la segunda columna que sostiene la Iglesia, casa de la Palabra divina.

8. Es la fracción del pan. La escena de Emaús (cf. Lc 24, 13-35) una vez más es ejemplar y reproduce cuanto sucede cada día en nuestras iglesias: en la homilía de Jesús sobre Moisés y los profetas aparece, en la mesa, la fracción del pan eucarístico. Éste es el momento del diálogo íntimo de Dios con su pueblo, es el acto de la nueva alianza sellada con la sangre de Cristo (cf. Lc 22, 20), es la obra suprema del Verbo que se ofrece como alimento en su cuerpo inmolado, es la fuente y la cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia. La narración evangélica de la última cena, memorial del sacrificio de Cristo, cuando se proclama en la celebración eucarística, en la invocación del Espíritu Santo, se convierte en evento y sacramento. Por esta razón es que el Concilio Vaticano II, en un pasaje de gran intensidad, declaraba: «La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo» (DV 21). Por esto, se deberá volver a poner en el centro de la vida cristiana «la Liturgia de la Palabra y la Eucarística que están tan íntimamente unidas de tal manera que constituyen un solo acto de culto» (SC 56).

9. La tercera columna del edificio espiritual de la Iglesia, la casa de la Palabra, está constituida por las oraciones, entrelazadas - como recordaba san Pablo - por «salmos, himnos, alabanzas espontáneas» (Col 3, 16). Un lugar privilegiado lo ocupa naturalmente la Liturgia de las horas, la oración de la Iglesia por excelencia, destinada a marcar el paso de los días y de los tiempos del año cristiano que ofrece, sobre todo con el Salterio, el alimento espiritual cotidiano del fiel. Junto a ésta y a las celebraciones comunitarias de la Palabra, la tradición ha introducido la práctica de la Lectio divina, lectura orante en el Espíritu Santo, capaz de abrir al fiel no sólo el tesoro de la Palabra de Dios sino también de crear el encuentro con Cristo, Palabra divina y viviente.
Ésta se abre con la lectura (lectio) del texto que conduce a preguntarnos sobre el conocimiento auténtico de su contenido práctico: ¿qué dice el texto bíblico en sí? Sigue la meditación (meditatio) en la cual la pregunta es: ¿qué nos dice el texto bíblico? De esta manera se llega a la oración (oratio) que supone otra pregunta: )qué le decimos al Señor como respuesta a su Palabra? Se concluye con la contemplación (contemplatio) durante la cual asumimos como don de Dios la misma mirada para juzgar la realidad y nos preguntamos: ¿qué conversión de la mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor?
Frente al lector orante de la Palabra de Dios se levanta idealmente el perfil de María, la madre del Señor, que «conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2, 19; cf. 2, 51), - como dice el texto original griego - encontrando el vínculo profundo que une eventos, actos y cosas, aparentemente desunidas, con el plan divino. También se puede presentar a los ojos del fiel que lee la Biblia, la actitud de María, hermana de Marta, que se sienta a los pies del Señor a la escucha de su Palabra, no dejando que las agitaciones exteriores le absorban enteramente su alma, y ocupando también el espacio libre de «la parte mejor» que no nos debe abandonar (cf. Lc 10, 38-42).

10. Aquí estamos, finalmente, frente a la última columna que sostiene la Iglesia, casa de la Palabra: la koinonía, la comunión fraterna, otro de los nombres del ágape, es decir, del amor cristiano. Como recordaba Jesús, para convertirse en sus hermanos o hermanas se necesita ser «los hermanos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8, 21). La escucha auténtica es obedecer y actuar, es hacer florecer en la vida la justicia y el amor, es ofrecer tanto en la existencia como en la sociedad un testimonio en la línea del llamado de los profetas que constantemente unía la Palabra de Dios y la vida, la fe y la rectitud, el culto y el compromiso social. Esto es lo que repetía continuamente Jesús, a partir de la célebre admonición en el Sermón de la montaña: «No todo el que me dice: ¡Señor, Señor! Entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7, 21). En esta frase parece resonar la Palabra divina propuesta por Isaías: «Este pueblo se me acerca con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí» (29, 13). Estas advertencias son también para las iglesias que no son fieles a la escucha obediente de la Palabra de Dios.
Por ello, ésta debe ser visible y legible ya en el rostro mismo y en las manos del creyente, como lo sugirió san Gregorio Magno que veía en san Benito, y en los otros grandes hombres de Dios, los testimonios de la comunión con Dios y sus hermanos, con la Palabra de Dios hecha vida. El hombre justo y fiel no sólo “explica” las Escrituras, sino que las “despliega” frente a todos como realidad viva y practicada. Por eso es que la viva lectio, vita bonorum o la vida de los buenos, es una lectura/lección viviente de la Palabra divina. Ya san Juan Crisóstomo había observado que los apóstoles descendieron del monte de Galilea, donde habían encontrado al Resucitado, sin ninguna tabla de piedra escrita como sucedió con Moisés, ya que desde aquel momento, sus mismas vidas se convirtieron en el Evangelio viviente.
En la casa de la Palabra Divina encontramos también a los hermanos y las hermanas de las otras Iglesias y comunidades eclesiales que, a pesar de la separación que todavía hoy existe, se reencuentran con nosotros en la veneración y en el amor por la Palabra de Dios, principio y fuente de una primera y verdadera unidad, aunque, incompleta. Este vínculo siempre debe reforzarse por medio de las traducciones bíblicas comunes, la difusión del texto sagrado, la oración bíblica ecuménica, el diálogo exegético, el estudio y la comparación entre las diferentes interpretaciones de las Sagradas Escrituras, el intercambio de los valores propios de las diversas tradiciones espirituales, el anuncio y el testimonio común de la Palabra de Dios en un mundo secularizado.

IV. LOS CAMINOS DE LA PALABRA: LA MISIÓN

«Porque de Sión saldrá la Ley y de Jerusalén la palabra del Señor» (Is 2,3). La Palabra de Dios personificada “sale” de su casa, del templo, y se encamina a lo largo de los caminos del mundo para encontrar la gran peregrinación que los pueblos de la tierra han emprendido en la búsqueda de la verdad, de la justicia y de la paz. Existe, en efecto, también en la moderna ciudad secularizada, en sus plazas, y en sus calles - donde parecen reinar la incredulidad y la indiferencia, donde el mal parece prevalecer sobre el bien, creando la impresión de la victoria de Babilonia sobre Jerusalén - un deseo escondido, una esperanza germinal, una conmoción de esperanza. Come se lee en el libro del profeta Amos, «vienen días - dice Dios, el Señor - en los cuales enviaré hambre a la tierra. No de pan, ni sed de agua, sino de oír la Palabra de Dios» (8, 11). A este hambre quiere responder la misión evangelizadora de la Iglesia.
Asimismo Cristo resucitado lanza el llamado a los apóstoles, titubeantes para salir de las fronteras de su horizonte protegido: «Por tanto, id a todas las naciones, haced discípulos [...] y enseñadles a obedecer todo lo que os he mandado» (Mt 28, 19-20). La Biblia está llena de llamadas a “no callar”, a “gritar con fuerza”, a “anunciar la Palabra en el momento oportuno e importuno” a ser guardianes que rompen el silencio de la indiferencia. Los caminos que se abren frente a nosotros, hoy, no son únicamente los que recorrió san Pablo o los primeros evangelizadores y, detrás de ellos, todos los misioneros fueron al encuentro de la gente en tierras lejanas.
11. La comunicación extiende ahora una red que envuelve todo el mundo y el llamado de Cristo adquiere un nuevo significado: «Lo que yo les digo en la oscuridad, repítanlo en pleno día, y lo que escuchen al oído, proclámenlo desde lo alto de las casas» (Mt 10, 27). Ciertamente, la Palabra sagrada debe tener una primera transparencia y difusión por medio del texto impreso, con traducciones que respondan a la variedad de idiomas de nuestro planeta. Pero la voz de la Palabra divina debe resonar también a través de la radio, las autopistas de la información de Internet, los canales de difusión virtual on line, los CD, los DVD, los “ipods” (MP3) y otros; debe aparecer en las pantallas televisivas y cinematográficas, en la prensa, en los eventos culturales y sociales.
Esta nueva comunicación, comparándola con la tradicional, ha asumido una gramática expresiva específica y es necesario, por lo tanto, estar preparados no sólo en el plano técnico, sino también cultural para dicha empresa. En un tiempo dominado por la imagen, propuesta especialmente desde el medio hegemónico de la comunicación que es la televisión, es todavía significativo y sugestivo el modelo privilegiado por Cristo. Él recurría al símbolo, a la narración, al ejemplo, a la experiencia diaria, a la parábola: «Todo esto lo decía Jesús a la muchedumbre por medio de parábolas [...] y no les hablaba sin parábolas» (Mt 13, 3.34). Jesús en su anuncio del reino de Dios, nunca se dirigía a sus interlocutores con un lenguaje vago, abstracto y etéreo, sino que les conquistaba partiendo justamente de la tierra, donde apoyaban sus pies para conducirlos de lo cotidiano, a la revelación del reino de los cielos. Se vuelve entonces significativa la escena evocada por Juan: «Algunos quisieron prenderlo, pero ninguno le echó mano. Los guardias volvieron a los principales sacerdotes y a los fariseos. Y ellos les preguntaron: )Por qué no lo trajiste? Los guardias respondieron: “Jamás hombre alguno habló como este hombre”» (7, 44-46).
12. Cristo camina por las calles de nuestras ciudades y se detiene ante el umbral de nuestras casas: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa, cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 20). La familia, encerrada en su hogar, con sus alegrías y sus dramas, es un espacio fundamental en el que debe entrar la Palabra de Dios. La Biblia está llena de pequeñas y grandes historias familiares y el Salmista imagina con vivacidad el cuadro sereno de un padre sentado a la mesa, rodeado de su esposa, como una vid fecunda, y de sus hijos, como «brotes de olivo» (Sal 128). Los primeros cristianos celebraban la liturgia en lo cotidiano de una casa, así como Israel confiaba a la familia la celebración de la Pascua (cf. Ex 12, 21-27). La Palabra de Dios se transmite de una generación a otra, por lo que los padres se convierten en «los primeros predicadores de la fe» (LG 11). El Salmista también recordaba que «lo que hemos oído y aprendido, lo que nuestros padres nos contaron, no queremos ocultarlo a nuestros hijos, lo narraremos a la próxima generación: son las glorias del Señor y su poder, las maravillas que Él realizó; ... y podrán contarlas a sus propios hijos» (Sal 78, 3-4.6).
Cada casa deberá, pues, tener su Biblia y custodiarla de modo concreto y digno, leerla y rezar con ella, mientras que la familia deberá proponer formas y modelos de educación orante, catequística y didáctica sobre el uso de las Escrituras, para que «jóvenes y doncellas también, los viejos junto con los niños» (Sal 148, 12) escuchen, comprendan, alaben y vivan la Palabra de Dios. En especial, las nuevas generaciones, los niños, los jóvenes, tendrán que ser los destinatarios de una pedagogía apropiada y específica, que los conduzca a experimentar el atractivo de la figura de Cristo, abriendo la puerta de su inteligencia y su corazón, a través del encuentro y el testimonio auténtico del adulto, la influencia positiva de los amigos y la gran familia de la comunidad eclesial.

13. Jesús, en la parábola del sembrador, nos recuerda que existen terrenos áridos, pedregosos y sofocados por los abrojos (cf. Mt 13, 3-7). Quien entra en las calles del mundo descubre también los bajos fondos donde anidan sufrimientos y pobreza, humillaciones y opresiones, marginación y miserias, enfermedades físicas, psíquicas y soledades. A menudo, las piedras de las calles están ensangrentadas por guerras y violencias, en los centros de poder la corrupción se reúne con la injusticia. Se alza el grito de los perseguidos por la fidelidad a su conciencia y su fe. Algunos se ven arrollados por la crisis existencial o su alma se ve privada de un significado que dé sentido y valor a la vida misma. Como es «mera sombra el humano que pasa, sólo un soplo las riquezas que amontona» (Sal 39,7), muchos sienten cernirse sobre ellos también el silencio de Dios, su aparente ausencia e indiferencia: «)Hasta cuándo, Señor? )Me olvidarás para siempre? ¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro?» (Sal 13, 2). Y al final, se yergue ante todos el misterio de la muerte.
La Biblia, que propone precisamente una fe histórica y encarnada, representa incesantemente este inmenso grito de dolor que sube de la tierra hacia el cielo. Bastaría sólo con pensar en las páginas marcadas por la violencia y la opresión, en el grito áspero y continuado de Job, en las vehementes súplicas de los salmos, en la sutil crisis interior que recorre el alma del Eclesiastés, en las vigorosas denuncias proféticas contra las injusticias sociales. Además, se presenta sin atenuantes la condena del pecado radical, que aparece en todo su poder devastador desde los exordios de la humanidad en un texto fundamental del Génesis (c. 3). En efecto, el “misterio del pecado” está presente y actúa en la historia, pero es revelado por la Palabra de Dios que asegura en Cristo la victoria del bien sobre el mal.
Pero, sobre todo, en las Escrituras domina principalmente la figura de Cristo, que comienza su ministerio público precisamente con un anuncio de esperanza para los últimos de la tierra: «El Espíritu del Señor está sobre mí; porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19). Sus manos tocan repetidamente cuerpos enfermos o infectados, sus palabras proclaman la justicia, infunden valor a los infelices, conceden el perdón a los pecadores. Al final, él mismo se acerca al nivel más bajo, «despojándose a sí mismo» de su gloria, «tomando la condición de esclavo, asumiendo la semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre ... se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz» (Flp 2, 7-8).
Así, siente miedo de morir («Padre, si es posible, (aparta de mí este cáliz!»), experimenta la soledad con el abandono y la traición de los amigos, penetra en la oscuridad del dolor físico más cruel con la crucifixión e incluso en las tinieblas del silencio del Padre («Dios mío, Dios mío, ) por qué me has abandonado?») y llega al precipicio último de cada hombre, el de la muerte («dando un fuerte grito, expiró»). Verdaderamente, a él se puede aplicar la definición que Isaías reserva al Siervo del Señor: «varón de dolores y que conoce el sufrimiento» (cf. 53, 3).
Y aún así, también en ese momento extremo, no deja de ser el Hijo de Dios: en su solidaridad de amor y con el sacrificio de sí mismo siembra en el límite y en el mal de la humanidad una semilla de divinidad, o sea, un principio de liberación y de salvación; con su entrega a nosotros circunda de redención el dolor y la muerte, que él asumió y vivió, y abre también para nosotros la aurora de la resurrección. El cristiano tiene, pues, la misión de anunciar esta Palabra divina de esperanza, compartiéndola con los pobres y los que sufren, mediante el testimonio de su fe en el Reino de verdad y vida, de santidad y gracia, de justicia, de amor y paz, mediante la cercanía amorosa que no juzga ni condena, sino que sostiene, ilumina, conforta y perdona, siguiendo las palabras de Cristo: «Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados, y yo les daré descanso» (Mt 11, 28).

14. Por los caminos del mundo la Palabra divina genera para nosotros, los cristianos, un encuentro intenso con el pueblo judío, al que estamos íntimamente unidos a través del reconocimiento común y el amor por las Escrituras del Antiguo Testamento, y porque de Israel «procede Cristo según la carne» (Rm 9, 5). Todas las sagradas páginas judías iluminan el misterio de Dios y del hombre, revelan tesoros de reflexión y de moral, trazan el largo itinerario de la historia de la salvación hasta su pleno cumplimiento, ilustran con vigor la encarnación de la Palabra divina en las vicisitudes humanas. Nos permiten comprender plenamente la figura de Cristo, quien había declarado «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5, 17), son camino de diálogo con el pueblo elegido que ha recibido de Dios «la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas» (Rm 9, 4), y nos permiten enriquecer nuestra interpretación de las Sagradas Escrituras con los recursos fecundos de la tradición exegética judaica.
«Bendito sea mi pueblo Egipto, la obra de mis manos Asiria, y mi heredad Israel» (Is 19, 25). El Señor extiende, por lo tanto, el manto de protección de su bendición sobre todos los pueblos de la tierra, deseoso de que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1Tm 2, 4). También nosotros, los cristianos, por los caminos del mundo, estamos invitados - sin caer en el sincretismo que confunde y humilla la propia identidad espiritual - a entrar con respeto en diálogo con los hombres y mujeres de otras religiones, que escuchan y practican fielmente las indicaciones de sus libros sagrados, comenzando por el islamismo, que en su tradición acoge innumerables figuras, símbolos y temas bíblicos y nos ofrece el testimonio de una fe sincera en el Dios único, compasivo y misericordioso, Creador de todo el ser y Juez de la humanidad.
El cristiano encuentra, además, sintonías comunes con las grandes tradiciones religiosas de Oriente que nos enseñan en sus Escrituras el respeto a la vida, la contemplación, el silencio, la sencillez, la renuncia, como sucede en el budismo. O bien, como en el hinduismo, exaltan el sentido de lo sagrado, el sacrificio, la peregrinación, el ayuno, los símbolos sagrados. O, también, como en el confucionismo, enseñan la sabiduría y los valores familiares y sociales. También queremos prestar nuestra cordial atención a las religiones tradicionales, con sus valores espirituales expresados en los ritos y las culturas orales, y entablar con ellas un respetuoso diálogo; y con cuantos no creen en Dios, pero se esfuerzan por «respetar el derecho, amar la lealtad, y proceder humildemente» (Mi 6, 8), tenemos que trabajar por un mundo más justo y en paz, y ofrecer en diálogo nuestro genuino testimonio de la Palabra de Dios, que puede revelarles nuevos y más altos horizontes de verdad y de amor.

15. En su Carta a los artistas (1999), Juan Pablo II recordaba que «la Sagrada Escritura se ha convertido en una especie de inmenso vocabulario» (P. Claudel) y de «Atlas iconográfico» (M. Chagall) del que se han nutrido la cultura y el arte cristianos» (n. 5). Goethe estaba convencido de que el Evangelio fuera la «lengua materna de Europa». La Biblia, como se suele decir, es «el gran código» de la cultura universal: los artistas, idealmente, han impregnado sus pinceles en ese alfabeto teñido de historias, símbolos, figuras que son las páginas bíblicas; los músicos han tejido sus armonías alrededor de los textos sagrados, especialmente los salmos; los escritores durante siglos han retomado esas antiguas narraciones que se convertían en parábolas existenciales; los poetas se han planteado preguntas sobre los misterios del espíritu, el infinito, el mal, el amor, la muerte y la vida, recogiendo con frecuencia el clamor poético que animaba las páginas bíblicas; los pensadores, los hombres de ciencia y la misma sociedad a menudo tenían como punto de referencia, aunque fuera por contraste, los conceptos espirituales y éticos (pensemos en el Decálogo) de la Palabra de Dios. Aun cuando la figura o la idea presente en las Escrituras se deformaba, se reconocía que era imprescindible y constitutiva de nuestra civilización.
Por esto, la Biblia - que también enseña la via pulchritudinis, es decir, el camino de la belleza para comprender y llegar a Dios («(tocad para Dios con destreza!», nos invita el Sal 47, 8) - no sólo es necesaria para el creyente, sino para todos, para descubrir nuevamente los significados auténticos de las varias expresiones culturales y, sobre todo, para encontrar nuevamente nuestra identidad histórica, civil, humana y espiritual. En ella se encuentra la raíz de nuestra grandeza y mediante ella podemos presentarnos con un noble patrimonio a las demás civilizaciones y culturas, sin ningún complejo de inferioridad. Por lo tanto, todos deberían conocer y estudiar la Biblia, bajo este extraordinario perfil de belleza y fecundidad humana y cultural.
No obstante, la Palabra de Dios - para usar una significativa imagen paulina - «no está encadenada» (2Tm 2, 9) a una cultura; es más, aspira a atravesar las fronteras y, precisamente el Apóstol fue un artífice excepcional de inculturación del mensaje bíblico dentro de nuevas coordenadas culturales. Es lo que la Iglesia está llamada a hacer también hoy, mediante un proceso delicado pero necesario, que ha recibido un fuerte impulso del magisterio del Papa Benedicto XVI. Tiene que hacer que la Palabra de Dios penetre en la multiplicidad de las culturas y expresarla según sus lenguajes, sus concepciones, sus símbolos y sus tradiciones religiosas. Sin embargo, debe ser capaz de custodiar la sustancia de sus contenidos, vigilando y evitando el riesgo de degeneración.
La Iglesia tiene que hacer brillar los valores que la Palabra de Dios ofrece a otras culturas, de manera que puedan llegar a ser purificadas y fecundadas por ella. Como dijo Juan Pablo II al episcopado de Kenya durante su viaje a África en 1980, «la inculturación será realmente un reflejo de la encarnación del Verbo, cuando una cultura, transformada y regenerada por el Evangelio, produce en su propia tradición expresiones originales de vida, de celebración y de pensamiento cristiano».

CONCLUSIÓN

«La voz de cielo que yo había oído me habló otra vez y me dijo: “Toma el librito que está abierto en la mano del ángel ...”. Y el ángel me dijo: “Toma, devóralo; te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel”. Tomé el librito de la mano del ángel y lo devoré; y fue en mi boca dulce como la miel; pero, cuando lo comí, se me amargaron las entrañas» (Ap 10, 8-11).
Hermanos y hermanas de todo el mundo, acojamos también nosotros esta invitación; acerquémonos a la mesa de la Palabra de Dios, para alimentarnos y vivir «no sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor» (Dt 8, 3; Mt 4, 4). La Sagrada Escritura - como afirmaba una gran figura de la cultura cristiana - «tiene pasajes adecuados para consolar todas las condiciones humanas y pasajes adecuados para atemorizar en todas las condiciones» (B. Pascal, Pensieri, n. 532 ed. Brunschvicg).
La Palabra de Dios, en efecto, es «más dulce que la miel, más que el jugo de panales» (Sal 19, 11), es «antorcha para mis pasos, luz para mi sendero» (Sal 119, 105), pero también «como el fuego y como un martillo que golpea la peña» (Jr 23, 29). Es como una lluvia que empapa la tierra, la fecunda y la hace germinar, haciendo florecer de este modo también la aridez de nuestros desiertos espirituales (cf. Is 55, 10-11). Pero también es «viva, eficaz y más cortante que una espada de dos filos. Penetra hasta la división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas; y discierne sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4, 12).
Nuestra mirada se dirige con afecto a todos los estudiosos, a los catequistas y otros servidores de la Palabra de Dios para expresarles nuestra gratitud más intensa y cordial por su precioso e importante ministerio. Nos dirigimos también a nuestros hermanos y hermanas perseguidos o asesinados a causa de la Palabra de Dios y el testimonio que dan al Señor Jesús (cf. Ap 6, 9): como testigos y mártires nos cuentan la fuerza de la palabra (Rm 1, 16), origen de su fe, su esperanza y su amor por Dios y por los hombres.
Hagamos ahora silencio para escuchar con eficacia la Palabra del Señor y mantengamos el silencio luego de la escucha porque seguirá habitando, viviendo en nosotros y hablándonos. Hagámosla resonar al principio de nuestro día, para que Dios tenga la primera palabra y dejémosla que resuene dentro de nosotros por la noche, para que la última palabra sea de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, “Te saludan todos los que están conmigo. Saluda a los que nos aman en la fe. ¡La gracia con todos vosotros!” (Tt 3, 15).

viernes, 23 de enero de 2009

La alegría de servir a Cristo y su Iglesia

El Señor me ha permitido ver su Sangre en la Eucaristía. "Que la fe preste a los ojos la visión con que mirar..." dice un antiguo himno eucarístico. Sin embargo, la visión aquí se hace cierta y misteriosa a la vez. Es la Sangre auténtica que brota de la Eucaristía y está reservada en el Sagrario. ¡Bendito y Alabado sea Jesús en el Santísimo Sacramento del altar!