sábado, 14 de abril de 2012

Domingo de la Misericordia

En este II Dom de Pascua, en el que celebramos la gran fiesta de la Misericordia, quiero compartir un tesoro: esta enseñanza viva de Monseñor Alfonso Uribe Jaramillo.
Que la Misericordia entrañable del Señor nos libere de todo condicionamiento para servirlo con alegría.
p. Luis

SANACION INTERIOR DEL MIEDO

Mons. Uribe Jaramillo

"Estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los

discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz sea con

vosotros". Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se

alegraron al ver al Señor. Jesús repitió: "La paz con vosotros. Como el Padre me

envió, Yo también os envío". Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el

Espíritu Santo, a quien perdonéis los pecados les quedan perdonados, a

quienes se los retengáis les quedan retenidos".

Señor Jesús, quiero proclamar tu Señorío, quiero glorificarte porque eres

nuestra paz, quiero bendecirte porque Tú eres el único que regalas la paz

verdadera. Gracias por la que diste a tus discípulos el día de tu Resurrección,

gracias Señor porque en tu bondad quisiste quitar el miedo que había en ellos.

"No temáis, les dijiste, la paz sea con vosotros". Apiádate Señor de nosotros,

también ahora. Tenemos miedo, Tú lo sabes, mucho miedo, Señor. Destruye

con tu paz, con tu amor, con tu serenidad, el miedo que nos domina, el miedo

que nos tiene enfermos. Señor, Tú eres nuestro Salvador, Jesús sálvanos del

miedo, inúndanos de paz y concédenos la plenitud de tu Espíritu, para que

experimentemos el gozo verdadero. Gracias Señor.

Estamos viviendo la hora maravillosa de la Renovación Espiritual

Carismática, estamos frente a la gran novedad para nosotros, como obra del

Espíritu, que es el amor paternal de Dios, "Padre de misericordia y Dios de todo

consuelo", que nos llena de alegría en medio de nuestras tribulaciones. Estamos

descubriendo por obra del Espíritu la gran novedad: "Jesucristo es el mismo, ayer,

hoy y por los siglos", como nos dice la epístola a los Hebreos, y estamos

descubriendo la gran novedad que es el Espíritu Santo, cuyo amor y cuya

acción estamos experimentando en nuestras vidas. Gracias al Señor por este

beneficio. Si algo es seguro como doctrina, es la referente a la Renovación

Espiritual Carismática. La Renovación nos permite creer que lo que hizo el

Señor por su Espíritu el día de Pentecostés lo hace también ahora en la Iglesia.

Ella está viviendo actualmente su nuevo Pentecostés, lo que necesitamos hacer

ahora es preparar nuestras vidas para esa invasión del amor y de la bondad

del Espíritu del Señor. No se trata pues de aprender la doctrina únicamente,

se trata de algo más importante: experimentar en nosotros la acción amorosa

del Señor, la curación que Él quiere hacer de nuestros cuerpos y

especialmente de nuestros corazones, que están enfermos.

Cuando la gente que ha presenciado el prodigio de Pentecostés, dice con

el corazón compungido, a Pedro y a los demás apóstoles: "¿Qué hemos de

hacer, hermanos?" Pedro les contestó: "Convertíos y que cada uno de vosotros

se haga bautizar en el Nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados,

y recibiréis el don del Espíritu Santo. La promesa es para vosotros y para

vuestros hijos y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios

Nuestro".

El Señor es el Emmanuel, "Dios con nosotros". Él nos busca siempre, pero

quiero que nosotros salgamos también a su encuentro. Esto es lo que Él nos

dice por su apóstol: "Convertíos, volveos hacia Mí, dejad vuestros malos

caminos, abrazad el bien". La palabra "metanoia" que significa "conversión"

quiere decir "caminar hacia adelante, buscar a Jesús", por eso la conversión es

necesaria para nosotros constantemente. Con frecuencia las criaturas nos alejan

del Señor y necesitamos volvernos hacia Él, convertirnos, es decir, necesitamos

conocer con la luz del Espíritu nuestra realidad de pecadores, sentirnos

manchados como en verdad lo estamos, para acercarnos con fe a Cristo, el

Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y decirle: "Lávame más, Señor,

límpiame de todo pecado, lávame con tu Sangre sacerdotal. Borra, destruye

todas mis culpas".

Una de las gracias que debemos pedir con frecuencia es la de sentir

nuestra realidad de pecadores, la de sentirnos manchados para acercarnos con

confianza a nuestro Padre y decirle: "He pecado contra el cielo y contra Tí", para

acercarnos con confianza a Jesús nuestro Salvador, para pedir que su Sangre

limpie todas nuestras miserias.

Pero la Renovación nos está mostrando una cosa muy importante; no

basta recibir el perdón de los pecados para disfrutar de la experiencia amorosa

de Dios, necesitamos algo más: la curación interior, la sanación del corazón

enfermo, para que éste pueda experimentar la efusión del amor del Señor.

Además del perdón de los pecados, necesitamos la sanación interior, una

curación interior que solamente puede realizar en nosotros el amor de Dios, que

sólo puede efectuar en nosotros la paz de Cristo.

Encontramos a personas que después de grandes esfuerzos por disfrutar

del amor del Señor, continúan en una sequedad tremenda. Ellos a veces se

preocupan y piensan: Todo esto se debe a falta de generosidad, a falta de

arrepentimiento del pecado, por no haberle dado al Señor lo que me pide, pero

muchas veces la causa es muy distinta. Se trata de personas que están

bloqueadas por el miedo y por el odio. Los canales, podríamos decir, que llevan

el amor del Señor están bloqueados por el pavor, por los recuerdos dolorosos,

por la falta de perdón interior.

Este miedo y este odio impiden que llegue a ellos el río del Espíritu, que

llegue a ellos el raudal de la paz. El plan del Señor es darnos su paz en plenitud:

"Haré descender sobre ella, como un río, la paz", son sus palabras a través de

Isaías. Él nos habla también de su Espíritu en forma de "ríos de agua viva" que

deben inundarnos, que deben llenarnos de frescura, que deben llenarnos de

pureza y de fecundidad. Él quiere darlo todo a torrentes. Hablando de su

Espíritu ha dicho: "Lo derramaré sobre toda carne", pero Él también añade:

"Abre tu boca y Yo la llenaré".

Depende mucho también de nuestra capacidad de recibir, depende

también mucho de nuestra situación personal. El Señor quiere darnos en

plenitud, pero también tiene en cuenta nuestras limitaciones; y son el odio y el

miedo los que limitan en gran parte la comunicación del amor, de la paz, de la

suavidad del Señor. Por eso, la experiencia del Señor en nosotros es, a veces,

muy tenue; podríamos decir "imperceptible".

El relato del Evangelio de San Juan que oímos hace poco, nos demuestra

cómo el Señor, antes de dar su Espíritu, destruye el miedo que se ha apoderado

de los apóstoles. "No temáis, les dice, no temáis", se lo dice dos veces; y

solamente cuando ha efectuado esta curación interior del miedo, les dice:

"Recibid el Espíritu Santo". Únicamente en ese instante, están preparados,

después de recibir la curación interior, para recibir el don del Espíritu.

Es preciso antes, que nos convenzamos de la necesidad que tenemos de

curación interior, este es el primer paso. Para esto, se requiere conocer un poco

la realidad de nuestro mundo interior enfermo. Hoy afortunadamente contamos

con el rico aporte de la psicología. Los psicólogos nos hablan ahora de lo que

ellos llaman "los cuatro principales demonios que nos atormentan". Ellos son: el

miedo, el odio, el complejo de inferioridad y el complejo de culpa. Claro, que

nuestros problemas no se limitan a estos cuatro, pero estos son los

principales.

La experiencia me demuestra que tal vez el peor de todos esos

"demonios", empleando el término psicológico, es el del MIEDO. Cuando

el niño nace, teme solamente dos cosas: una caída y los ruidos fuertes.

En ese momento no conoce todavía los peligros y por eso sus temores

son muy limitados, pero pronto empiezan a acumularse en él los miedos

por todo lo que va sufriendo y por los peligros que va descubriendo. Si

efectuásemos una prueba entre las distintas personas que nos acompañan,

encontraríamos cómo en cada una de ellas se ha acumulado una serie de

miedos, verdaderamente grande. Hallaríamos miedos tan infantiles,

llamémoslos así, como el que tienen por ejemplo muchas mujeres a los

ratones, y en los hombres encontraríamos otros por el estilo. Lo que

sucede es que, al tratarse precisamente de miedos que delatan nuestro

infantilismo, generalmente los ocultamos o, por lo menos, procuramos

ocultarlos. El hecho indiscutible es que todos hemos acumulado miedo y

que todos estamos enfermos de miedo.

Tal vez, no hemos caído en la cuenta de que quizá muchos de

nosotros hemos acumulado miedo al Señor. ¿Por qué tanta dificultad para

entregarnos totalmente a Cristo? ¿Por qué, eso que podríamos llamar

"pavor", para hacerle nuestra entrega total? Seguramente porque, en el

fondo, tememos que Él nos va a pedir mucho, que nos va a exigir esto o

aquello, que nos va a pedir "algo" a lo cual nos sentimos íntimamente

apegados, porque en realidad nos va a exigir la inmolación de los que, en

realidad, son nuestros ídolos, y esto es demasiado costoso. Toda entrega

amorosa es exigente, toda entrega amorosa entraña un riesgo. En lo

humano, hay que inmolar muchas cosas cuando se realiza la unión

matrimonial, hay que renunciar a muchos gustos personales para disfrutar

del beneficio de esta unión santificada por el Señor. En lo espiritual sucede

lo mismo, la entrega amorosa al Señor exige la inmolación de los ídolos,

pero debemos tener seguridad de que Aquel, a quien nos entregamos, es el

Señor, es el fiel, es el infinitamente bueno, el que nunca ni cansa ni se

cansa, el que no va a traicionarnos. Solamente cuando hablamos de

Cristo podemos exclamar: ¡Sé a quien he creído, sé en quien he confiado!,

esto no podemos decirlo de ninguna de las criaturas, solamente podemos

afirmarlo del Señor, de Jesús. Pero Cristo es el Señor y puede disponer de

nosotros y de nuestro yo como lo desee, como quiera.

Esto es lo que nos causa pavor, lo que nos produce miedo, el

reconocimiento del Señorío del Señor, nos pone frente a nuestra realidad,

a nuestra realidad de siervos, a nuestras limitaciones, a la obligación que

tenemos de "amar al Señor con todo el corazón, con toda el alma y con

todas las fuerzas", al deber que tenemos de demostrar prácticamente el

Señorío del Señor con la destrucción de los ídolos que se oponen a su

gloria. La entrega amorosa que hacemos al Señor nos pone en posesión

de Cristo, en posesión de su Espíritu, en posesión de sus riquezas. Por

eso merece bien la pena sacrificar todo lo que Él nos pida para lograr esta

bendición.

Tengamos muy presente que entrar en la Renovación Carismática no es

entrar en un camino fácil, como tal vez algunos lo imaginan. Entrar en la

Renovación Carismática es entrar en el camino de la renuncia, en el camino

del don total, de la generosidad constante para, a su vez, disfrutar de la

manifestación también continua del amor del Señor.

Recordemos que, como nos dice el evangelista S. Lucas, después de que

Cristo recibe en el Jordán la Unción del Espíritu, su poder, es conducido por

este mismo Espíritu hacia el desierto para allí ser tentado por el demonio. Al

Jordán, le sigue el desierto con sus privaciones y sus tentaciones pero, Cristo

triunfa allí porque tiene el poder del Espíritu, por eso al final el demonio se aleja

de Él y los ángeles se acercan para servirle. Entregarse a Cristo es,

entregarse a un futuro desconocido pero, a un futuro que está en sus manos,

en sus manos amorosísimas. No sabemos lo que Él va a disponer para

nosotros y en nosotros pero, tenemos la seguridad de que es el Señor, es

el Amor y es la Fidelidad. Pero, a pesar de ese concepto que tenemos del

Señor, como no sabemos qué nos va a quitar, donde nos va a conducir,

qué va a ser de nosotros, de qué va a privarnos, nos causa miedo. Yo soy el

primero en experimentar este miedo, es muy difícil superarlo, solamente

cuando poseamos la plenitud del Espíritu, cuando recibamos la fuerza de Él,

entonces desecharemos este miedo que tanto nos perjudica y que

desafortunadamente impide muchas veces la entrega, generosa, alegre y

sobre todo, total al Señor.

Solamente cuando logremos, con la gracia del Espíritu, dominar este

miedo a Jesús nos entregaremos totalmente a Él y Él se entregará también a

nosotros. Solamente entonces, le abriremos la puerta de nuestro corazón y Él

entrará. En el Apocalipsis nos ha dicho: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si

alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él

conmigo", pero solamente abriremos la puerta a Cristo cuando perdamos el

miedo al Señor.

Por eso, lo primero que tenemos que hacer es ORAR, para que

desaparezca de nosotros ese miedo al Señorío de Cristo. Es preciso orar

mucho por esta intención. Si algunos han superado ya esta etapa, si algunos

pueden afirmar que no temen al Señor, están en una situación sumamente

positiva y ventajosa, pero seguramente muchos necesitamos orar por esta

necesidad, la liberación del miedo, que en una u otra forma, nos impide

entregarnos al Señor.

Para esto necesitamos recordar las palabras de Cristo: "Yo soy, no

temáis". En la medida en que adquiramos seguridad en la presencia de

Cristo en nuestras vidas y fe en su amor, desaparecerá de nosotros el

miedo a todo, pero primero el miedo a Él.

Recordemos cómo Jesús sanó ante todo el miedo de sus apóstoles. A

pocas personas encontramos dominadas por el miedo, como estos apóstoles que

habían vivido muy cerca de Jesús. Por ello, en el momento de la Pasión, por

ejemplo, huyen cuando Cristo cae en manos de sus enemigos. Él lo había ya

profetizado: "Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas".

Pero como solamente es Él el que sana del miedo, solamente Cristo sana

del miedo al comunicarnos su Espíritu, por eso Él el día mismo de su

Resurrección adelanta esta curación interior de los apóstoles: "Yo soy, no

temáis". Es Él también quien por su Espíritu sana en nosotros el miedo que

hemos acumulado en este terreno. Por eso, los apóstoles quedaron curados

plenamente del miedo únicamente el día de Pentecostés, hasta ese momento,

habían estado con las puertas cerradas. Solamente salen al balcón ese día para

predicar a Cristo, para ser testigos de Cristo. ¿Por qué?. Porque como nos dicen

los Hechos de los Apóstoles, "Se llenaron todos de Espíritu Santo". Esta plenitud

del Espíritu es distinta de la recepción del Espíritu, ellos lo habían recibido el día

de la Resurrección, pero la plenitud del Espíritu, con su poder total, solamente

la adquieren el día de Pentecostés. También nuestra sanación interior del miedo,

y del miedo a Cristo, será una realidad cuando recibamos la plenitud del Espíritu,

cuando quedemos llenos también del Espíritu del Señor, cuando seamos

bautizados en Él. Esta es la verdad que estamos descubriendo actualmente por

medio de la Renovación Carismática.

Uno de los primeros efectos de la Efusión del Espíritu es la seguridad interior.

La fuerza del Espíritu destruye en nosotros el miedo, que es debilidad, en cambio

adquirimos entusiasmo por Cristo. El Señor, antes dé la Ascensión, les dice a los

apóstoles: "Recibiréis el poder del Espíritu y seréis mis testigos hasta los

confines de la tierra". Antes de Pentecostés, los apóstoles no pueden dar

testimonio de Cristo porque tienen miedo. Pensemos en el caso de S. Pedro; a

pesar de sus promesas de fidelidad, promesas que eran sinceras cuando las

hizo, durante la Pasión niega a Cristo y aún con juramento y delante de una

esclava: "No conozco a ese hombre", dice. Y ¿por qué este cambio?. Porque en

ese momento Pedro está dominado por el miedo, no puede ser testigo de Jesús;

conoce a Jesús y ama a Jesús, pero tiene miedo y por esto no puede dar

testimonio del Señor ni puede confesar al Señor. Pero este Pedro, que niega al

Señor delante de una esclava, el día de Pentecostés lo proclamará con alegría y

con valor, lo hará sin miedo y esto sucederá en los meses y en los años

siguientes, nada lo detendrá, será el testigo fiel del Señor. ¿Por qué este

cambio?.Porque el Espíritu del Señor al colmarlo el día de Pentecostés lo sanó

del miedo, le dio seguridad interior, lo llenó de fortaleza y lo convirtió en testigo

del Señor Jesús.

La gran necesidad que tiene ahora la Iglesia, la gran necesidad del mundo

en este momento es la de testigos de Jesús. Hay muchos predicadores del

Señor, hay muchas personas que pueden hablar de Él, pero son pocas las

que se atreven a dar testimonio del Señor, a ser sus testigos en los ambientes

difíciles. En un medio universitario, por ejemplo, las personas en la conversación

exponen criterios anti-evangélicos, la gran necesidad de la época presente es la

existencia de testigos de Cristo, pero esto lo lograremos únicamente cuando el

Espíritu del Señor, al derramarse en nosotros, nos quite el miedo, nos libere del

temor, nos de seguridad, nos llene de fortaleza. Cuando Cristo nos da seguridad

en Él, empieza también a darnos seguridad en nosotros y a confiar en los

demás.

Él nos sana primero del miedo que le tenemos, pero quiere sanarnos

después del miedo que nos tenemos y del miedo que tenemos a los demás.

Es mucho el miedo que hemos acumulado respecto a nosotros mismos y

mucho también, el que tenemos a otras personas. La serie de fracasos que

hemos experimentado a lo largo de nuestras vidas nos ha llenado de

inseguridad, nos ha hecho cada vez menos firmes, menos seguros. La

inseguridad es uno de los distintivos de nuestra época.

No tenemos seguridad frente al futuro, porque el pasado está lleno de

fracasos y solamente cuando tengamos seguridad frente al futuro lo

conquistaremos, progresaremos, cumpliremos las metas señaladas, llegaremos

a feliz puerto. "El que no espera vencer, ya está vencido", dice el dicho, allí está

encerrada una gran verdad. Los fracasos que nos han proporcionado personas

desde los primeros años de nuestra existencia, los que hemos tenido por

imprudencia, por falta de previsión, por distintos fallos, nos han llenado de

miedo. Esta es la realidad, pero también existe la verdad de la sanación de

Cristo, Él puede sanar este miedo que tenemos en nuestro interior respecto a

nosotros, Él puede curarnos de esta inseguridad. Solamente Él, por su Espíritu,

puede llenarnos de fortaleza.

Y es mucho el miedo que hemos acumulado respecto a distintas personas,

que por una u otra causa, por una u otra actuación, nos han impresionado

desfavorablemente, han creado en nosotros complejo de inferioridad, nos causan

miedo con sus amenazas, con su misma presencia muchas veces. De este miedo

también puede y quiere sanarnos el Señor.

JESÚS, que es nuestra paz, empieza a sanar del miedo desde antes de su

nacimiento. Por medio del ángel, tranquiliza a José: “José, hijo de David, no

temas tomar contigo a María tu mujer porque lo concebido en ella es del Espíritu

Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a

su pueblo de sus pecados”. Despertó José del sueño e hizo como el ángel del

Señor le había mandado y tomó consigo a su esposa.

El día de su nacimiento en Belén, por medio del ángel sana también el

miedo de los pastores. El ángel les dijo: "No temáis, pues os anuncio una gran

alegría que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy en la ciudad de David

un Salvador que es el Cristo Señor". Cuando los ángeles dejándoles se fueron

al cielo, los pastores se dijeron unos a otros: "Vayamos, pues, hasta Belén y

veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado". Ya sin miedo y

llenos de alegría, pudieron acercarse al portal y realizar allí el encuentro

maravilloso con el Señor.

Pero hay un hecho sumamente elocuente para manifestar el poder de

sanación interior, de sanación del miedo, que tiene el Señor Jesús. Nicodemo

es un fariseo, magistrado judío, que va a buscar a Jesús, pero "de noche". Va a

hablar con el Señor, pero no lo hace de día, teme las burlas de sus

compañeros, por eso busca la oscuridad. Es de noche, cuando se dirige a la

casa de Jesús y cuando tiene el diálogo con Él.

Nicodemo es un hombre dominado por el miedo pero, el Señor que es la

paz, es la seguridad, es la fortaleza, dialoga con este hombre dominado por el

miedo, le habla de su Espíritu, del nuevo nacimiento: "El que no nazca del agua y

del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios; lo nacido de la carne es

carne, lo nacido del espíritu es espíritu". A través de aquel diálogo, el Señor

penetra en el corazón medroso de Nicodemo y lo sana totalmente. La curación

interior de Nicodemo es tan completa que, poco después, cuando los fariseos

quieren condenar a muerte a Jesús, cuando incluso reclaman a los guardias por

qué no han traído prisionero a Cristo, Nicodemo les dice: "¿Acaso nuestra ley

condena a un hombre sin haberle antes oído y sin saber lo que hace?". Ellos le

respondieron: "¿También tú eres de Galilea?, indaga y verás que de Galilea no

sale ningún profeta", y se volvieron cada uno a su casa.

Aquel hombre con su valor confunde a quienes quieren perder a Cristo,

los obliga a volver a su casa y algo más admirable todavía; el Viernes Santo,

cuando Cristo ha sido crucificado, cuando todos, incluso sus discípulos, lo han

abandonado, Nicodemo, en compañía de José de Arimatea, se presenta ante

Pilatos para pedirle el cuerpo de Jesús. Es un hombre que ya no tiene miedo,

porque Jesús lo había sanado. Como señal de gratitud y como demostración

de aprecio, él ahora quiere honrar al Señor dando sepultura a su cuerpo.

Pero lo que debe llenarnos de alegría y de esperanza es saber que Jesús

es el mismo ayer, hoy y por los siglos. Que ese Jesús que sanó el miedo que

había en José, que había en los pastores, que destruyó el que oprimía a

Nicodemo y que muchas veces adelantó un proceso de curación del miedo en

sus apóstoles, puede y quiere realizar el mismo favor en beneficio de nosotros.

Él también quiere destruir el miedo que nos domina y nos enferma, Él también

puede hacerlo ahora y lo hará si nosotros nos acercamos a Él con fe y con

humildad. Sería un mal para nosotros descubrir la serie de temores que nos

oprimen y aún las consecuencias terribles que tienen sobre nuestro ser, si no

estuviésemos convencidos de que tenemos una solución en Cristo, que es la

solución de todos los problemas: el temor a fracasar, a la sexualidad, a

defendernos, a confiar en los demás, a pensar, a hablar, a la soledad y a tantas

otras cosas….todo ello, tienen en Cristo nuestro Señor la gran solución, la

pronta solución.

El apóstol S. Juan escribió en su Epístola unas palabras llenas de Verdad y

con un profundo significado psicológico: "El amor perfecto echa fuera el temor,

porque el temor supone castigo y el que teme no es perfecto en el amor". Aquí

encontramos la gran solución para la enfermedad interior del miedo: el amor

paternal de Dios, el amor fraternal y salvador de Cristo, el amor del Espíritu que

mora en nosotros. En la medida en que nos dejemos abrazar por el amor de

Dios, en esa misma medida irá desapareciendo el temor que hay en nosotros.

Y cuando el amor de Dios llegue a ser perfecto en nosotros el temor será

arrojado fuera.

La Renovación Carismática nos coloca de una manera muy clara frente al

amor del Señor, frente al amor del Espíritu y estamos experimentando la

verdad de aquellas palabras de S. Pablo a los Romanos: "El amor de Dios ha sido

derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado".

Por eso, muchas personas cuando tienen la experiencia del Espíritu, cuando se

dejan invadir por este Río de Agua Viva, cuando se dejan de veras abrazar por su

amor, se van viendo liberadas de los recuerdos dolorosos en todos los campos,

pero concretamente en el del miedo. Este es uno de sus grandes beneficios, no

lo sabremos apreciar nunca debidamente.

Un psicólogo americano ha escrito: "A menos que podamos aceptar que el

amor de Dios nos envuelve ahora con todas nuestras faltas, debilidades y

limitaciones, no seremos mejores mañana, ni siquiera un ápice de lo que somos

hoy; a menos que podamos creer en un Dios que es Amor no podremos llegar

a ser honestos. El temor siempre nos separará del poder curativo". Pero el

método concreto y fácil para recibir de una manera progresiva, a través de un

proceso, la curación interior del miedo como don de Cristo, es acercarnos a Él

con fe, creer verdaderamente que Él está resucitado en nosotros y con

nosotros, que Él es el Salvador, el Salvador del hombre, de todo el hombre y

de todos los hombres. Que Él es el mismo ayer, hoy y por los siglos.

Después de este acto de fe, nosotros en horas especiales nos dedicamos

a recorrer toda nuestra vida con Cristo, a recorrer todos los momentos dolorosos,

penosos, en el campo del miedo; a repasar todos aquellos recuerdos medrosos

que nos han ido enfermando paulatinamente. Pero, ¿para qué? No para

amargarnos nuevamente con ellos, no para acumular temor, sino para

detenernos con Cristo delante de cada una de estas escenas, de cada uno de

esos acontecimientos que nos causaron pavor o miedo, para pedirle que derrame

su paz, que comunique seguridad, que borre con su presencia amorosísima el

trauma que dejó en nosotros ese acontecimiento doloroso. No se trata de no

recordar ya aquella escena, sino de recordarla con tranquilidad, de recordarla con

paz, seguros como estamos de que el Señor, el Salvador, la ha curado, la ha

sanado perfectamente.

En este proceso de sanación del miedo, como manifestación del amor de

Cristo y de su Espíritu, es muy conveniente hacer un inventario de las personas

a quienes, por una u otra causa, tememos más. De las cosas que nos causan más

miedo, de lo que interiormente nos hace sentir más inseguridad. Todo esto ¿para

qué?. Para también, de una manera concreta, pedirle al Señor en la oración que

sane el miedo que tenemos a "Fulano de tal", a "Zutano", a tal o cual superior, a

tal o cual compañero, a tal o cual enemigo, para pedirle que destruya el miedo

que tenemos, por ejemplo, a determinada enfermedad, a montar en avión, a ir

a tal o cual lugar, a enfrentarnos con tal o cual circunstancia... El Señor que se

interesa concretamente por todo lo nuestro irá destruyendo esos distintos

miedos, irá aumentando a través de un proceso maravilloso nuestra curación

interior y cada día recobraremos más seguridad en nosotros, tendremos más

seguridad en los demás, pero todo como fruto de la seguridad en Cristo, de la

seguridad en su amor, en su poder y en su fidelidad.

A lo largo de este proceso irá creciendo en nosotros el amor al Señor y ese

amor, recordémoslo, irá echando fuera el temor. Para que este proceso de

curación del miedo tenga más eficacia en nosotros es muy importante emplear

la visualización. Visualizar por el recuerdo las escenas, las personas, los

acontecimientos que nos causaron miedo y visualizar la presencia de Jesús en

ese momento y su acción tranquilizadora en cada uno de nosotros. Bill dice

que "es difícil, por no decir imposible, que una curación o cambio se realice sin

una imagen mental". Con los ojos de la mente nosotros deberíamos mirarnos e

imaginarnos tal como quisiéramos ser. Si constantemente tenemos presente esta

imagen y la reiteramos, tenderemos a ser semejantes a esta imagen. Mediante

una imaginación positiva nuestra vida puede convertirse en una revelación y

desarrollo continuos, ello dependerá en definitiva de la integridad de nuestra

personalidad y no de palabras ni de frases hechas.

Encontramos que la oración afirmativa es más poderosa que la oración de

petición, y esto por razones obvias. La oración positiva nos sitúa del lado de la

voluntad de Dios, trae y traduce de lo invisible a lo visible de nuestras vidas

aquello que implica santidad, perfección e integridad. Por eso, visualizar la acción

de Cristo que está con nosotros, que al presentarse nos dice: "Yo soy, no temáis",

que nos ofrece su brazo protector, que nos invita a descansar en su regazo, es

un elemento y un método de sanación maravilloso.

Tenemos que pedir la gracia de que nuestra fe en Cristo sea una fe

verdaderamente viva, una fe actuante, una fe que abarque toda nuestra persona,

una fe que nos lleve a experimentar realmente la presencia y la acción amorosa

del Señor en nuestras personas y a lo largo de todas nuestras vidas.

Puede servirnos mucho seguir la terapia que los Dres. Parker y Johns,

aconsejan en su obra "La oración en la psicoterapia".

Primero, reconocemos al Dios de amor dentro de nosotros mismos como

el poder curativo del miedo y director de nuestras vidas.

Segundo, conscientemente nos despojamos de cualquier cualidad

negativa, motivo, impulso, sentimiento, pensamiento, que no queremos.

Tercero, invitamos a este poder divino, a este amor del Señor, para que

llene el vacío que nuestro despojo ha creado.

Cuarto, en los tiempos específicos de oración y durante el día tendremos

delante de nosotros los mismos pensamientos e imágenes positivas, sanas,

plenas, estando seguros que solamente ellos y ellas están de acuerdo con la

voluntad de Dios acerca de sus criaturas.

Quinto, cuando oramos creemos que hemos recibido aquella ayuda

especial que hemos pedido y actuamos como si la hubiéramos recibido.

Sexto, meditamos en Dios como Amor, en el mandamiento de Jesús de

amar y buscamos la entrada a este círculo de perfección. El amor de Dios, el

amor a nosotros como hijos de Dios y el amor del prójimo como a nosotros

mismos.

Séptimo, escuchamos y esperamos un cierto sentido de victoria, una cierta

sensación de presencia que nos dice: "Yo estoy aquí, todo está bien, no temáis".

Octavo, ya se ha cumplido. ¡Gloria a Dios en las alturas! Te damos

gracias, Señor, porque eres la paz, porque eres nuestro Salvador.

Si seguimos esta técnica, realmente no podemos fallar al fin de cuentas,

¿por qué?; porque Dios no puede fallar. Si nosotros nos despojamos de todo lo

negativo, de lo destructivo, de todo lo que esté distorsionando y aceptamos lo

positivo, el amor de Dios, la paz de Dios, nuestra victoria está asegurada y no

puede ser de otra manera. Dios no puede retener el bien, Él lo comunica

constantemente, entonces lo que se requiere es que nosotros quitemos el

impedimento y recibamos el río del amor, el torrente de la paz del Señor, el

perdón, el amor, la confianza, la fe y la paz brotarán en nosotros como de una

fuente inextinguible y siempre presente, si nosotros podemos hacernos a un

lado y damos cabida al Espíritu del Señor que quiere colmarnos, que quiere

cambiarnos y que quiere dirigirnos.

También podemos pedir al ministerio, la sanación del miedo, que tanto

daño nos hace. Muchas veces el Señor quiere comunicar su salvación por

medio de otras personas a quienes escoge como ministros suyos. En este

campo de la sanación del miedo, el Señor usa con frecuencia ese medio.

Nosotros con humildad nos acercamos a personas que han recibido este

carisma, nos ponemos a orar con ellas, pedimos la gracia de discernir, de

descubrir las causas y fuentes principales de nuestro miedo interior y luego

pedimos la oración para esta liberación. Estas personas guiadas por el Espíritu

del Señor orarán como Él les sugiera, irán descubriendo quizá causas que están

ocultas, irán viendo con claridad dónde está el principal problema en el campo

del miedo. Su súplica, unida a la nuestra, alcanzará aquello que nosotros

necesitamos, anhelamos y ahora pedimos con humildad.

Los efectos del ministerio de sanación interior, aparecen en esta

Renovación Carismática cada día con mayores posibilidades, es algo

verdaderamente asombroso lo que se está consiguiendo. Causa verdadera

alegría ver cómo van cambiando muchas vidas, cómo se van curando

interiormente a través de este ministerio de sanación interior. ¡Ojalá que esta luz

llegue a muchas personas y que crezca el número de equipos de personas

consagradas a este ministerio que tanto glorifica al Señor y que tantos

beneficios reportan para las personas!.

Sí, reconozcamos que estamos enfermos, quizá muy enfermos

interiormente de miedo, reconozcamos que el miedo se ha ido acumulando en

nosotros y nos impide muchas veces entregarnos al Señor, servir

generosamente a los hermanos, llevar una vida tranquila. Pero reconozcamos

también, con la gracia del Señor, que Él puede sanar este mal y puede calmar

todas las tempestades que el miedo levante en nosotros. Recordemos lo que

nos dice el evangelista S. Mateo: "Subió después Jesús a la barca y sus

discípulos le siguieron. De pronto, se levantó en el mar una tempestad tan

grande que las olas llegaban a cubrir la barca, pero Él estaba dormido.

Acercándose, pues, se acercaron diciendo: Señor, sálvanos que perecemos.

Díceles: ¿Por qué estáis con miedo, hombres de poca fe?. Entonces, se levantó

e increpó a los vientos y al mar y sobrevino una gran bonanza, y aquellos

hombres maravillados decían: ¿Quién es éste que hasta los vientos y el mar le

obedecen?".

Señor Jesús, que yo nunca recorra el mar de la existencia solo, que yo te

lleve siempre en mi vida y en mi barca, que yo disfrute siempre, Señor, de tu

compañía amorosísima, que cuando arrecie la tempestad, cuando el miedo

levante olas que amenacen sumergirme, yo te mire, Señor, yo te invoque con fe

y con confianza. Que Tú, Señor, ordenes a esos vientos y a ese mar que se

calmen, que no me destruyan, que no me atormenten. Señor, tú eres la paz, Tú

dijiste: "Mi paz os dejo, mi paz os doy", dime estas palabras, Señor: "Te doy mi

paz, te dejo mi paz". Destruye, Señor, el miedo y el odio que se han acumulado

en mí, disipa tantos temores infundados que me atormentan, calma Señor la

tempestad que con frecuencia se levanta en mi interior, que se manifieste tu

paz, Señor, en mi vida, que aparezca tu Señorío, que Tú domines mis

emociones, que Tú me tranquilices interiormente. Tú eres mi paz, Tú eres la

paz, Tú eres el Amor. Gracias, Señor, porque me amas, gracias Señor porque

me curas, gracias Señor porque me salvas. ¡Bendito seas, Señor, gloria a Tí

Señor!.