jueves, 30 de mayo de 2013

Solemnidad de Corpus Christi
Pan en el desierto




Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 9, 11b-17

Jesús habló a la multitud acerca del Reino de Dios y devol­vió la salud a los que tenían necesidad de ser sanados.
A1 caer la tarde, se acercaron los Doce y le dijeron: «Des­pide a la multitud, para que vayan a los pueblos y caseríos de los alrededores en busca de albergue y alimento, porque estamos en un lugar desierto». Él les respondió: «Denles de comer ustedes mismos». Pero ellos dijeron: «No tenemos más que cinco panes y dos pescados, a no ser que vayamos no­sotros a comprar alimentos para toda esta gente». Porque eran alrededor de cinco mil hombres. Entonces Jesús les dijo a sus discípulos: «Háganlos sentar en grupos de alre­dedor de cincuenta personas». Ellos hicieron sentar a to­dos. Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los fue entregando a los discípulos para que se los sirvieran a la multitud. Todos comieron hasta sa­ciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas.

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EL RELATO DE LA MULTIPLICACIÓN DE LOS PANES
(Comentario a las lecturas dominicales del p. Luis H. Rivas)

La multiplicación de los panes es el único milagro de Jesús que se encuentra relatado en los cuatro evangelios. Y más todavía: los evangelios de Mateo y de Marcos ofrecen dos relatos de este mismo hecho, por lo que siempre se habla de primera y de segunda multiplicación, aunque en realidad debe tratarse de dos narraciones de lo mismo, recibidas por diferentes tradiciones.
Esta insistencia nos indica que para la primitiva comunidad cris­tiana el milagro de los panes ha tenido una importancia excepcio­nal, y ha sido utilizado con mucha frecuencia en la catequesis.
La forma en que encontramos en los evangelios estos seis relatos indica muy claramente que cada uno de ellos ha sido elaborado en vista a una exposición del misterio de Cristo. En el caso que tenemos delante, el relato según Lucas, el evangelista lo ha ubicado a continuación de la pregunta de Herodes sobre quién es Jesús. Se trata de una secuencia que se continúa hasta la transfiguración, concluyendo con la solemne proclamación de la voz del Padre, que, en definitiva, es la única respuesta válida a la pregunta del tetrarca.
Cada uno de los relatos que se encuentran entre estas dos escenas, la de Herodes y la transfiguración, van adelantando elementos que preparan la gran respuesta final. Además, mirando atentamente la forma en que Lucas ha redactado este texto, se puede advertir sin dificultad que muy a propósito ha introducido elementos eucarísticos. No es extraño que la Iglesia haya elegido este texto para ser proclamado en la misa del día de la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Atendamos a algunos de estos elementos más sobresalien­tes: En primer lugar está la multitud que se reúne en torno a Jesús, y Él les habla sobre el reino de Dios. En segundo lugar se indica la hora de la tarde, una advertencia que en el mismo evan­gelio encontramos en el relato de los discípulos que van a Emaús, un texto de indiscutible sentido eucarístico.
Tanto en la multiplicación de los panes como en el caso de Emaús, hay una larga exposición de la Sagrada Escritura por parte de Jesús, a la hora de la tarde, y concluyendo con la frac­ción del pan. Todo esto coincide con lo que Lucas nos dice so­bre la última cena del Señor. Queda muy claro su interés catequístico.
Por último, todos pueden darse cuenta de la forma en que el evangelista describe los gestos de Jesús en el momento de rea­lizar el milagro: coincide con las palabras que hasta hoy se dicen en la Misa en el momento de la consagración, y que están toma­das del relato de la última cena.


LAS PROMESAS DE DIOS
Ubicados en este contexto eucarístico, podemos leer el rela­to como una catequesis en la que el lector debe estar atento a las alusiones y a los elementos utilizados simbólicamente. En primer lugar, la imagen que se nos presenta es la de una multitud que está en un lugar desierto y sin alimentos. Los discípulos expresan esta inquietud a Jesús.
Pero también se ve que el alimento no se obtiene por medios humanos ni por recursos comunes, sino por una intervención milagrosa. Los medios que tienen los discípulos son irrisorios cuando se los compara con la necesidad del momento. Si quisie­ran solucionar el problema de otra manera, comprando alimen­tos por ejemplo, esto no estaría a su alcance. ¿Cuánto dinero se necesitaría?
El evangelista ha querido mostrarnos esta falta de medios humanos ante una necesidad, para preparar la revelación de Jesús como el que aporta un alimento misterioso que viene de Dios.
En el Antiguo Testamento se refiere la forma en que Dios alimentó a su pueblo en el desierto, dándoles el maná, el agua y las codornices. Los profetas anuncian intervenciones futuras de Dios, en las que mostrará su poder y el amor por su pueblo enviando un alimento abundante y gratuito. La tradición judía asumió estos anuncios y los amplificó, hasta el punto que en la literatura piadosa de la época final del Antiguo Testamento y en la época de Jesús y los apóstoles, era común la idea de que en los tiempos finales se repetiría el milagro del maná. Las prome­sas de Dios para el futuro encontraban así su preanuncio y su figura en lo que hizo con su pueblo en el desierto en los días del éxodo.
Para quien se familiariza con estas ideas, el relato de la mul­tiplicación de los panes adquiere una nueva dimensión: no se trata ya de un milagro aislado de Jesús, como otro entre tantos, sino que es la manifestación de que han llegado los tiempos fina­les de la historia. Una vez más, en el desierto, Dios provee a su pueblo un alimento milagroso. No es la figura antigua, sino la realización plena y definitiva de las promesas de Dios. Comien­za así el banquete de los tiempos escatológicos.
EL BANQUETE EUCARÍSTICO
El escritor que redactó este relato ha unido entonces dos imágenes: la del banquete de los tiempos escatológicos, prome­tido por Dios en los profetas, y la de la cena de la eucaristía. Ya se han mencionado antes los puntos de contacto que hay entre este relato y el de la última cena, junto con el de los discípulos que van a Emaús.
Podremos añadir ahora otros elementos que resultan más claros si se admite todo lo anterior: en primer lugar se clarifica el detalle de la necesidad de que para hacer el milagro, todos los comensales tienen que estar recostados. Se sabe que para cele­brar la cena pascual, en la antigüedad, los judíos no se sentaban a la mesa, como sucedía todas las demás noches del año, sino que por esa vez se recostaban sobre almohadones, como hacían los grandes señores en sus banquetes. Todavía hoy, cuando los judíos celebran la cena pascual, hacen un gesto como para re­cordar esta antigua costumbre. En ese momento uno de los ni­ños debe preguntar la razón de esa novedad, a lo que el que preside debe responder que antes eran esclavos, pero que a partir de la Pascua son libres, y que por eso esa noche comen como los señores.
Se ve además que hay una orden terminante del Señor a los discípulos: son ellos quienes deben dar de comer a la gente. Efectivamente, los discípulos son los que aportan la comida a la multitud, a pesar de su falta de medios. Ellos son también los encargados de hacer recostar a todos los comensales. El papel que desempeñan los discípulos está puesto de relieve. Por eso no se puede pasar por alto que al final, cuando todo ha finalizado y se recoge en canastos lo que ha quedado del pan que multipli­có el Señor, los trozos sobrantes llenan doce canastas: una para cada uno de los discípulos.
El resumen de todo esto es que el evangelista quiere hacer­nos comprender que las promesas de Dios de alimentar mila­grosamente a su pueblo, han llegado a su cumplimiento. Jesús es el que realiza el gesto de renovar, de manera definitiva y perpetua, lo que fue prefigurado en el éxodo.
Pero él lo hace por medio de sus doce discípulos, encargados de reunir a la gente, prepararlas para el banquete de la liberación, y de repartir el alimento que Jesús les da. Y esto no lo hacen una sola vez, sino que cada uno de ellos está provisto de una canasta en la que se encuentra este pan misterioso que nunca se acaba y alcanza para todos.
Participando de ese banquete servido por los discípulos, los cristianos comienzan a celebrar ya el banquete escatológico, adelantan el momento de la entrada en el reino de Dios. Como se nos enseña en el relato de la última cena, lo que allí se come no es solamente un pan milagroso, sino el cuerpo y la sangre del mismo Jesús entregado por nosotros. San Lucas, así como tam­bién san Pablo, nos dicen que al entregar la copa Jesús dijo: “Esta copa es la nueva alianza de mi sangre”. Se anuncia la realización de la nueva alianza que anunció el profeta Jeremías. Es la alian­za final y definitiva, que el Señor escribirá sobre el corazón de los hombres, y no sobre tablas de piedra, cuando perdone los pecados de todos.
Por eso, la eucaristía no solamente nos une de una manera admirable con Cristo, sino que también es vínculo de unión con todos aquellos que forman el nuevo pueblo de Dios.
El relato de los dos discípulos que iban a Emaús nos ilumina otro aspecto de esta enseñanza: el banquete eucarístico es la forma de encontrarnos con Cristo resucitado. Allí escuchamos su palabra cuando se leen y explican las Sagradas Escrituras, y lo reconocemos presente cuando se parte el pan.
¿FUE REALMENTE UN MILAGRO?
Aunque en realidad no se trata de un tema en el que deba­mos ocuparnos durante nuestra reflexión o en la predicación de este texto, parece oportuno añadir alguna palabra sobre cierta interpretación del relato de la multiplicación de los panes que se oye o se lee con cierta frecuencia. Es conveniente que nos inte­rroguemos sobre la validez de esta otra interpretación.
Quienes explican de esa otra forma dicen que en verdad no fue un milagro de multiplicación de panes. Lo que Jesús dijo realmente a sus discípulos es que compartieran lo poco que te­nían. Ante el ejemplo de los discípulos, todos los demás hicieron lo mismo. Entonces hubo comida para todos en abundancia. Ese fue el verdadero milagro: la apertura de todos a la necesidad de los demás.
Los que hacen esta clase de interpretación confunden dos niveles que es necesario mantener bien separados. Por una par­te está la búsqueda de lo que el autor quiere que entendamos. Esto es lo que hemos tratado de hacer en este comentario bus­cando los elementos que están explícitos o por lo menos aludi­dos en el texto.
Por otra parte, está la crítica histórica que consiste en pre­guntarnos qué es lo que realmente sucedió y cómo fue. Si admi­timos que un relato -como el de la multiplicación de los panes­- ha sido elaborado para dar una enseñanza teológica, es lícito que nos interroguemos: ¿qué queda si quitamos al relato todo aquello que ha sido puesto para que el texto refleje ideas del Antiguo testamento, aluda a otros lugares del Nuevo, o se ex­prese con términos pertenecientes a la confesión de fe?
No estaría contra la fe que en algún caso se llegara a la conclusión de que tal o cual relato refiere un milagro de Jesús que realmente no sucedió, sino que se trata de una creación que el evangelista realizó con la intención de ilustrar una enseñanza de orden teológico. Para que un texto tenga valor no es necesa­rio que sea histórico. Pensemos en una parábola, la del hijo pródigo por ejemplo. Nadie le negará valor por el hecho de que nunca sucedió lo que allí se relata. Mientras no nos coloquemos en la actitud de negar por principio el valor de todos los milagros del Señor, teniendo suficientes razones se podría poner en duda la historicidad de alguno de ellos.
Ante estos dos niveles, debemos recordar siempre que el primero, lo que el autor quiso enseñar, es aquello que debemos aceptar como palabra de Dios y debe ser propuesto en la predicación a todos los fieles.
El segundo nivel, la afirmación de que el hecho sucedió tal como ha sido relatado, tendrá importancia si el autor indica que eso pertenece a la fe y debe ser aceptado como tal. En caso de que no lo diga, la búsqueda de lo histórico es cosa de especialis­tas, y sirve como un instrumento para poder percibir mejor cuál ha sido el aporte del autor inspirado. En el caso que nos ocupa, parece que el autor no se ha preocupado mayormente por des­tacar que el hecho sucedió tal como él lo ha relatado. Por lo menos, él no dice en ningún momento que es necesario creer que esto sucedió así.
Tampoco se ve que tenga interés en enseñar que el milagro consistió en el acto de compartir. A pesar de que es una idea totalmente de acuerdo con lo que se enseña en otras partes del evangelio, en este relato no es aludida en ningún momento.

Por eso, presentar este texto como una enseñanza sobre la necesidad de compartir los bienes con los hermanos (si bien es una enseñanza que se funda en muchos lugares del Antiguo y Nuevo Testamento) es un abuso del texto. 

domingo, 19 de mayo de 2013

Ven, Espíritu Creador


 
 

Ven, Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida

Ya que los textos bíblicos los recibimos y vivimos en las celebraciones, quiero compartir con ustedes la segunda lectura del Oficio del día de hoy, de la Liturgia de las Horas, de San Ireneo.
Que el Espíritu de Amor nos transforme a todos. ¡Bendiciones!

Del Tratado de san Ireneo, obispo, Contra las herejías
(Libro 3, 17, 1-3: SC 34, 302-306)

EL ENVÍO DEL ESPÍRITU SANTO
El Señor dijo a los discípulos: Id y sed los maestros de todas las naciones; bautizadlas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Con este mandato les daba el poder de regenerar a los hombres en Dios.

Dios había prometido por boca de sus profetas que en los últimos días derramaría su Espíritu sobre sus siervos y siervas, y que éstos profetizarían; por esto descendió el Espíritu Santo sobre el Hijo de Dios, que se había hecho Hijo del hombre, para así, permaneciendo en él, habitar en el género humano, reposar sobre los hombres y residir en la obra plasmada por las manos de Dios, realizando así en el hombre la voluntad del Padre y renovándolo de la antigua condición a la nueva, creada en Cristo.

Y Lucas nos narra cómo este Espíritu, después de la ascensión del Señor, descendió sobre los discípulos el día de Pentecostés, con el poder de dar a todos los hombres entrada en la vida y para dar su plenitud a la nueva alianza; por esto, todos a una, los discípulos alababan a Dios en todas las lenguas, al reducir el Espíritu a la unidad los pueblos distantes y ofrecer al Padre las primicias de todas las naciones.

Por esto el Señor prometió que nos enviaría aquel Abogado que nos haría capaces de Dios. Pues, del mismo modo que el trigo seco no puede convertirse en una masa compacta y en un solo pan, si antes no es humedecido, así también nosotros, que somos muchos, no podíamos convertirnos en una sola cosa en Cristo Jesús, sin esta agua que baja del cielo. Y, así como la tierra árida no da fruto, si no recibe el agua, así también nosotros, que éramos antes como un leño árido, nunca hubiéramos dado el fruto de vida, sin esta gratuita lluvia de lo alto.

Nuestros cuerpos, en efecto, recibieron por el baño bautismal la unidad destinada a la incorrupción, pero nuestras almas la recibieron por el Espíritu.

El Espíritu de Dios descendió sobre el Señor, Espíritu de sabiduría y de inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de temor del Señor, y el Señor, a su vez, lo dio a la Iglesia, enviando al Abogado sobre toda la tierra desde el cielo, que fue de donde dijo el Señor que había sido arrojado Satanás como un rayo; por esto necesitamos de este rocío divino, para que demos fruto y no seamos lanzados al fuego; y, ya que tenemos quién nos acusa, tengamos también un Abogado, pues que el Señor encomienda al Espíritu Santo el cuidado del hombre, posesión suya, que había caído en manos de ladrones, del cual se compadeció y vendó sus heridas, entregando después los dos denarios regios para que nosotros, recibiendo por el Espíritu la imagen y la inscripción del Padre y del Hijo, hagamos fructificar el denario que se nos ha confiado, retornándolo al Señor con intereses.