Domingo IV de Cuaresma
Los ciegos y la luz
Comentario del p. Luis Rivas
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 9, 1-41
En aquel tiempo, al pasar
Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y sus discípulos le preguntaron: “Maestro,
¿quién pecó: él o sus padres, para que naciera ciego?”Jesús contestó: “Ni él
pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios.
Mientras es de día tengo que hacer las obras del que me ha enviado: viene la
noche y nadie podrá hacerlas. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo.
Dicho esto, escupió en la tierra, hizo barro
con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego, y le dijo: “Ve a lavarte a la
piscina de Siloé (que significa “Enviado”). Él fue, se lavó, y volvió con
vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: “¿No
es ése el que se sentaba a pedir?” Unos decían: “El mismo.” Otros decían: “No
es él, pero se le parece. Él respondía: “Soy yo.” Y le preguntaban: “¿Y cómo se
te han abierto los ojos?”Él contestó: “Ese hombre que se llama Jesús hizo
barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase.
Entonces fui, me lavé, y empecé a ver.” Le preguntaron: “¿Dónde está él?
Contestó: “No sé.”
Llevaron ante los fariseos
al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los
ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista. Él les
contestó: “Me puso barro en los ojos, me lavé y veo.” Algunos de los fariseos
comentaban: “Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado.” Otros
replicaban: “¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?” Y estaban
divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego: “Y tú ¿qué dices del que te ha
abierto los ojos?”Él contestó: “Que es un profeta.”
Pero los judíos no se creyeron que aquél había
sido ciego y había recibido la vista, hasta que llamaron a sus padres y les
preguntaron: “¿Es éste su hijo, de quien dicen ustedes que nació ciego? ¿Cómo
es que ahora ve?” Sus padres contestaron: “Sabemos que éste es nuestro hijo y
que nació ciego; pero cómo ve ahora, no lo sabemos nosotros, y quién le ha
abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos. Pregúntenselo a él, que tiene
edad para responder por su cuenta.”
Sus padres respondieron así porque tenían
miedo a los judíos: porque los judíos ya habían acordado excluir de la sinagoga
a quien reconociera a Jesús como Mesías. Por eso sus padres dijeron: "Ya
es mayor, pregúntenle a él."
Llamaron por segunda vez al que había sido
ciego y le dijeron: “Glorifica a Dios: nosotros sabemos que ese hombre es un
pecador.” Contestó él: “Si es un pecador, no lo sé; sólo sé que yo era ciego y
ahora veo”. Le preguntaron de nuevo: “¿Qué te hizo, cómo te abrió los ojos?” Les
contestó: “Ya se lo dije y ustedes no me han escuchado. ¿Por qué quieren oírlo
de nuevo? ¿También ustedes quieren hacerse discípulos suyos?
Ellos lo injuriaron y le
dijeron: “Tú serás discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de
Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero ese no sabemos de
dónde viene.”
El hombre les respondió:”Esto
es lo asombroso: que ustedes no saben de dónde viene, y, sin embargo, me ha
abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es piadoso
y hace su voluntad. Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego
de nacimiento. Si este hombre no viniera de Dios, no podría hacer nada.
Le contestaron: “Tú
naciste lleno de pecado, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?” Y lo
expulsaron.
Jesús se enteró de que lo
habían expulsado, lo encontró y le dijo: “¿Crees tú en el Hijo del hombre? Él
contestó: “¿Y quién es, Señor, para que crea en él?” Jesús le dijo: “Lo estás
viendo: el que te está hablando ese es.”
Él dijo: “Creo, Señor.” Y
se postró ante él. Dijo Jesús: “Para un juicio he venido yo a este mundo: para
que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos.”
Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le preguntaron: “¿También
nosotros estamos ciegos?”Jesús les contestó: “Si ustedes fueran ciegos, no
tendrían pecado; pero como dicen que ven, su pecado permanece.”
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En los Evangelios se nos dice que Jesús curó a
muchos ciegos. Pero san Juan nos relata una sola curación de esta clase, y lo
hace con tanto detenimiento y con tanto lujo de detalles, que fácilmente se
puede advertir que tiene un gran interés en destacar este milagro.
Una simple lectura del relato -cuando se lee íntegro
el capítulo 9 de san Juan- deja ver que el Evangelista no se detiene tanto en
el milagro sino que más bien se preocupa por mostrar las distintas reacciones
de los hombres ante este hecho de Jesús. De esta manera el acontecimiento se
transforma en un gran acto simbólico: un enfrentamiento entre un ciego que
ahora ve y reconoce a Jesús como Salvador, y un grupo de hombres muy sabios que
dicen que ven, pero en realidad están ciegos porque no alcanzan a ver quién es
el que tienen delante.
Como el milagro se produce a partir de un gesto de
Jesús y de un lavado con agua, el relato también permite encontrar un
simbolismo del bautismo: el hombre cambia después que se ha lavado. Por esta
razón la Iglesia proclama este trozo del Evangelio durante el tiempo de
Cuaresma, cuando muchos se están preparando para recibir el sacramento del
bautismo y todos nos disponemos a renovar nuestras promesas bautismales en la
solemne liturgia de la noche de Pascua.
El ciego
La ceguera es una enfermedad que puede llegar a ser
muy dolorosa para el que la padece. Hoy existen numerosas instituciones que se
preocupan de los ciegos, y modernos métodos de rehabilitación consiguen
desarrollar otras facultades en los no videntes para que puedan desempeñarse en
la vida privada y pública con tanta eficiencia como los que ven. De esta manera
deja de ser una enfermedad dolorosa. Pero antes no era así. El hombre que
estaba privado de la vista quedaba totalmente anulado. No podía trabajar para
ganarse su pan y debía vivir de la generosidad de su familia, y si ésta era muy
pobre o si no tenía familiares, quedaba obligado a pedir limosna. La vida del
ciego era siempre triste y miserable.
Pero además de lo que significaba la pena del ciego
por esta forma de vivir, existía otra pena mucho más honda y que para los
antiguos era un misterio: era el vivir siempre en la oscuridad. No gozar de la
luz, no distinguir los colores.
Hoy relacionamos la luz con el conocimiento, pero para
los antiguos, y también para la Biblia, la luz era el signo de la vida. Se
decía "la luz de la vida" o "la luz que es la vida". Para
ellos los ojos eran como ventanas a través de las cuales entraba la luz en el
cuerpo. Y como en un ciego esas ventanas están siempre perfectamente cerradas,
sin permitir la entrada de un solo rayo de luz, se imaginaban el cuerpo del
ciego como un sepulcro en el que solamente había oscuridad y muerte. La vida y
la luz estaban en el exterior y en el cuerpo de aquellos que tenían los ojos
abiertos. Por eso algunos decían que la ceguera venía como castigo por algún
pecado muy grave.
Se comprende que el hombre ciego, que no ve qué es
lo que tiene delante, que lleva en su interior la oscuridad y la muerte, y que
está arrojado en el suelo viviendo de una manera miserable y triste, es una
perfecta imagen del hombre alejado de Dios. En la figura del ciego podemos
descubrir al hombre que no tiene fe, que "no ve" y que por lo tanto
"no vive".
Me lavé y ahora
veo
Jesús tocó a este ciego y luego le ordenó que fuera
al estanque del barrio de Siloé. Este nombre suena parecido a la palabra
hebrea que se usa para decir "Enviado". Como "el Enviado"
es uno de los nombres de Jesús, el Enviado del Padre, san Juan nos llama la
atención sobre esa coincidencia para hacer resaltar otro simbolismo. El ciego,
para comenzar a ver, no tiene que ir a cualquier parte sino solamente a un
lugar que se llama como Jesús: "el Enviado".
El ciego se lavó en "el Enviado" y comenzó
a ver: ahora distingue los colores, recibe la luz, se puede valer por sí mismo.
El cambio es tan grande que todos sus conocidos se dividen en distintos bandos
discutiendo si es él o es otro que se le parece.
Así es el bautismo: nos bañamos en Cristo y todo
nuestro ser cambia. Quedamos inundados de luz y de vida, podemos vivir de otra
manera, descubrimos un mundo nuevo que antes estaba delante de nosotros y que
no podíamos ver. Al recibir la fe y la nueva vida todo cambia.
Como en el caso de la curación del ciego, los que
antes conocieron a una persona sin fe, cuando lo ven cambiado porque ha
comenzado a vivir su bautismo, se preguntan: “¿Es el mismo, o es otro que se le
parece?”
Los otros ciegos
Todos no se comportan de la misma forma delante de
Jesús. El ciego lo escuchó, se lavó y comenzó a ver. En cambio hay un grupo de
personas que se niegan a reconocer al Señor. En el relato del Evangelio estas
personas están representadas por los fariseos. Se trata de un partido
político-religioso que se caracteriza por su adhesión incondicional a la Ley
de Dios y a las Tradiciones recibidas de sus padres. Los fariseos se preocupan
por el milagro que ha hecho Jesús, pero no aciertan con lo que es
verdaderamente importante. Muchos de ellos se detienen en detalles secundarios
y no dan el paso definitivo que significa aceptar a Jesús. Algunos fariseos
protestan porque el milagro fue hecho en día sábado, y ese día -según la Ley de
Dios- está prohibido trabajar. "Este hombre no viene de parte de Dios, dicen,
porque no respeta el sábado", y no se dan cuenta de que Jesús, al abrir
los ojos de un ciego de nacimiento, les está dando un signo de que Él es Dios,
y que por lo tanto no está obligado por la Ley.
Otros fariseos se dan cuenta de esto. Ven que un
hombre pecador no puede hacer esta clase de milagros. Pero se quedan en esa
duda y no van más allá.
Unos y otros retroceden ante la perspectiva de tener
que comprometerse con Jesús. Si lo reconocen como Dios tienen que escuchar su
voz, obedecerle, cambiar. Ellos se sienten muy seguros de su interpretación de
la Ley, y no quieren oír hablar de cambios ni de compromisos que impliquen
exigencias. Por eso, cuando el ciego les dice que Jesús es un Profeta, se
enojan y lo echan fuera para no tener que escucharlo. Se dan cuenta de que no
tienen argumentos para responder, y entonces la solución más fácil para ellos
es no escuchar.
El milagro de Jesús tendría que haber provocado
admiración, alegría y acción de gracias, como sucede muchas veces en los
relatos del Evangelio. Pero en este caso sucede al revés: hay un grupo de
personas que se amargan, acusan a Jesús y terminan echando al que recibió el
milagro llenándolo de insultos. Con esto demuestran que los verdaderos ciegos
son ellos: no ven y no quieren ver, y en esa misma terquedad tienen su castigo
porque se privan de la alegría. Como los ciegos, viven miserablemente y no permiten
que la luz y la vida lleguen a su interior.
Vayamos hacia la
luz
Jesús se ha presentado como la Luz del mundo, que ha
venido para que los que estaban ciegos puedan comenzar a ver. Los que viven
"en las sombras de la muerte" pueden comenzar a vivir contemplando
esta Luz.
En la noche de Pascua viviremos esta realidad y la
representaremos en una ceremonia plena de simbolismo: en un templo que se
encuentra a oscuras entrará el cirio pascual encendido, figura de Cristo
resucitado. Al estar en una iglesia oscura, simbolizaremos la situación de
todos los hombres que carecen de la luz de la fe. Estaremos como todos aquellos
que no han recibido la luz de Cristo, como ciegos que viven en la tiniebla y en
la muerte interior. Entrará el Cirio, imagen de Cristo resucitado y el templo
quedará iluminado, cantaremos "¡La Luz de Cristo! ¡Demos gracias a
Dios!", y todos encenderemos nuestras velas en ese Cirio, haciendo nuestra
esa nueva luz que expulsa la oscuridad.
Efectivamente, hay muchos hombres que viven
penosamente porque les falta la fe. Muchos sufren porque no le encuentran sentido
a la vida, otros parecen muy alegres pero en realidad tratan de llenar con
diversiones, ruido y placeres un inmenso vacío que sienten en su interior y que
nunca se puede satisfacer. Unos y otros están muy bien representados en el
ciego que pide limosna padeciendo la perpetua tiniebla de su interior. A éstos
hoy la Iglesia les anuncia a Cristo como Luz del mundo, que viene a ofrecerles
una vida nueva con tal que quieran aceptar a Jesús dejándose lavar en las aguas
del "Enviado".
Pero también muchos de nosotros, habiendo recibido
ya el bautismo, vivimos como si todavía fuéramos ciegos. Decimos que tenemos
fe, pero esa fe que hemos recibido y proclamado cuando fuimos bautizados ha
quedado cubierta por las tinieblas de nuestra pereza. No hemos asumido nuestros
compromisos y ante los ojos de los que nos ven parece que todavía estamos sin
bautizar. A los que continuamos viviendo de esa manera, la Iglesia nos invita
a renovar nuestros compromisos bautismales en esta Pascua para que Cristo sea
nuestra Luz y nuestra Vida.
Cristo es Luz de vida que resplandece delante de
todos los hombres. Ante esta luz solamente es ciego aquel que se niega a ver.
Vivir en la luz
El Evangelio nos muestra un ciego como figura del
hombre que todavía no tiene fe. No es un ciego como lo consideramos hoy, sino
como era considerado y como vivía en la antigüedad: un hombre lleno de miserias
y sumergido en una perpetua tiniebla de muerte, un hombre incapaz de valerse
por sí mismo y dependiendo siempre de la ayuda de los demás.
De esta situación de muerte hay que pasar a la vida
que ofrece Jesús. Pero a algunos, o tal vez a todos, les resulte un poco vago
este "ir a Jesús", "creer en Cristo". ¿Podríamos ser un
poco más concretos?
Decimos que Cristo es una Luz que brilla delante de
todos, aún de los ciegos, y que todos pueden verla si no se niegan a creer.
Efectivamente, se trata de reconocerse ciego y mirar hacia aquel que nos puede
curar. Ver a Jesús significa -ante todo- aceptar que Él es el que en su misma
persona nos revela a Dios Padre, y por eso es el único que nos puede sacar de
nuestra situación de tiniebla, tristeza, muerte, incapacidad. Cada ser humano
se pregunta: ¿Qué soy? ¿Para qué estoy en el mundo? ¿Hacia dónde voy? Ese
misterio del ser humano se ilumina cuando Cristo se hace presente como el Hijo
de Dios y nos revela lo que es verdaderamente el hombre y hacia dónde nos
conduce el plan de Dios.
Hay que mirar para descubrirlo también en todo lo
que nos rodea: descubrir la presencia de Cristo en las cosas que suceden a
nuestro alrededor. El Señor ordena todo para bien; hay que mirar atentamente.
Pero también está presente Cristo de una manera oculta
en todos los hombres. Al hacerse hombre, Jesús se ha unido con todos los seres
humanos. La Iglesia nos invita constantemente a descubrir la presencia de
Cristo en todos, principalmente en los más débiles, en los más necesitados, en
los que sufren, en los que son despreciados. Abramos también nuestros ojos para
encontrar a Cristo. Como dijo el Papa Pablo VI, "en el rostro de cada
hombre, especialmente si se ha hecho transparente por sus lágrimas y por sus
dolores, podemos y debemos reconocer el rostro de Cristo".
Con mayor luminosidad todavía Cristo se nos hace
presente en la Iglesia. Cuando la Iglesia nos habla por boca de sus pastores,
cuando nos lee y nos explica el Evangelio, cuando nos señala el camino que
tenemos que seguir, ahí está Cristo. Pero sobre todo cuando se reúne la
comunidad y se celebran los Sacramentos: es Cristo el que nos reúne y se hace
presente para darnos nueva vida, para fortalecernos uniéndonos con Él. Hay una
presencia especial, de Cristo en la celebración de la Eucaristía: bajo las
apariencias del pan y del vino está Él realmente presente y sólo se descubre
ante los ojos que saben mirar con fe. Está allí presente para alimentar y dar
fuerza a todos los que se sienten débiles y -como los ciegos- incapaces para
obrar.
Nuestra fe quedaría como
muerta si después de haber descubierto a Cristo presente de tantas maneras no
se expresara en una nueva forma de vivir. Que en esta Pascua, al renovar
nuestros compromisos adquiridos en el bautismo, se produzca nuestra
transformación. Que comencemos a actuar de una manera distinta, para que
cuando nos vean nuestros conocidos, se pregunten como los amigos del ciego:
"¿Pero, es él o es otro que se le parece?".