sábado, 29 de marzo de 2014

Cristo, Luz del mundo

Domingo IV de Cuaresma
Los ciegos y la luz
Comentario del p. Luis Rivas

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 9, 1-41
En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y sus discípulos le preguntaron: “Maestro, ¿quién pecó: él o sus padres, para que naciera ciego?”Jesús contestó: “Ni él pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios. Mientras es de día tengo que hacer las obras del que me ha enviado: viene la noche y nadie podrá hacerlas. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo.
   Dicho esto, escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego, y le dijo: “Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa “Enviado”). Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: “¿No es ése el que se sentaba a pedir?” Unos decían: “El mismo.” Otros decían: “No es él, pero se le parece. Él respondía: “Soy yo.” Y le preguntaban: “¿Y cómo se te han abierto los ojos?”Él contestó: “Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé, y empecé a ver.” Le preguntaron: “¿Dónde está él? Contestó: “No sé.”
Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista. Él les contestó: “Me puso barro en los ojos, me lavé y veo.” Algunos de los fariseos comentaban: “Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado.” Otros replicaban: “¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?” Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego: “Y tú ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?”Él contestó: “Que es un profeta.”
 Pero los judíos no se creyeron que aquél había sido ciego y había recibido la vista, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron: “¿Es éste su hijo, de quien dicen ustedes que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?” Sus padres contestaron: “Sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego; pero cómo ve ahora, no lo sabemos nosotros, y quién le ha abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos. Pregúntenselo a él, que tiene edad para responder por su cuenta.”
   Sus padres respondieron así porque tenían miedo a los judíos: porque los judíos ya habían acordado excluir de la sinagoga a quien reconociera a Jesús como Mesías. Por eso sus padres dijeron: "Ya es mayor, pregúntenle a él."
   Llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron: “Glorifica a Dios: nosotros sabemos que ese hombre es un pecador.” Contestó él: “Si es un pecador, no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo”. Le preguntaron de nuevo: “¿Qué te hizo, cómo te abrió los ojos?” Les contestó: “Ya se lo dije y ustedes no me han escuchado. ¿Por qué quieren oírlo de nuevo? ¿También ustedes quieren hacerse discípulos suyos?
Ellos lo injuriaron y le dijeron: “Tú serás discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero ese no sabemos de dónde viene.”
El hombre les respondió:”Esto es lo asombroso: que ustedes no saben de dónde viene, y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es piadoso y hace su voluntad. Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento. Si este hombre no viniera de Dios, no podría hacer nada.
Le contestaron: “Tú naciste lleno de pecado, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?” Y lo expulsaron.
Jesús se enteró de que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: “¿Crees tú en el Hijo del hombre? Él contestó: “¿Y quién es, Señor, para que crea en él?” Jesús le dijo: “Lo estás viendo: el que te está hablando ese es.”
Él dijo: “Creo, Señor.” Y se postró ante él. Dijo Jesús: “Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos.”
Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le preguntaron: “¿También nosotros estamos ciegos?”Jesús les contestó: “Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado; pero como dicen que ven, su pecado permanece.”

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En los Evangelios se nos dice que Jesús curó a muchos cie­gos. Pero san Juan nos relata una sola curación de esta clase, y lo hace con tanto detenimiento y con tanto lujo de detalles, que fácilmente se puede advertir que tiene un gran interés en desta­car este milagro.
Una simple lectura del relato -cuando se lee íntegro el capí­tulo 9 de san Juan- deja ver que el Evangelista no se detiene tanto en el milagro sino que más bien se preocupa por mostrar las distintas reacciones de los hombres ante este hecho de Je­sús. De esta manera el acontecimiento se transforma en un gran acto simbólico: un enfrentamiento entre un ciego que ahora ve y reconoce a Jesús como Salvador, y un grupo de hombres muy sabios que dicen que ven, pero en realidad están ciegos porque no alcanzan a ver quién es el que tienen delante.
Como el milagro se produce a partir de un gesto de Jesús y de un lavado con agua, el relato también permite encontrar un simbolismo del bautismo: el hombre cambia después que se ha lavado. Por esta razón la Iglesia proclama este trozo del Evan­gelio durante el tiempo de Cuaresma, cuando muchos se están preparando para recibir el sacramento del bautismo y todos nos disponemos a renovar nuestras promesas bautismales en la so­lemne liturgia de la noche de Pascua.
El ciego
La ceguera es una enfermedad que puede llegar a ser muy dolorosa para el que la padece. Hoy existen numerosas institu­ciones que se preocupan de los ciegos, y modernos métodos de rehabilitación consiguen desarrollar otras facultades en los no videntes para que puedan desempeñarse en la vida privada y pública con tanta eficiencia como los que ven. De esta manera deja de ser una enfermedad dolorosa. Pero antes no era así. El hombre que estaba privado de la vista quedaba totalmente anu­lado. No podía trabajar para ganarse su pan y debía vivir de la generosidad de su familia, y si ésta era muy pobre o si no tenía familiares, quedaba obligado a pedir limosna. La vida del ciego era siempre triste y miserable.
Pero además de lo que significaba la pena del ciego por esta forma de vivir, existía otra pena mucho más honda y que para los antiguos era un misterio: era el vivir siempre en la oscuridad. No gozar de la luz, no distinguir los colores.
Hoy relacionamos la luz con el conocimiento, pero para los antiguos, y también para la Biblia, la luz era el signo de la vida. Se decía "la luz de la vida" o "la luz que es la vida". Para ellos los ojos eran como ventanas a través de las cuales entraba la luz en el cuerpo. Y como en un ciego esas ventanas están siempre perfectamente cerradas, sin permitir la entrada de un solo rayo de luz, se imaginaban el cuerpo del ciego como un sepulcro en el que solamente había oscuridad y muerte. La vida y la luz esta­ban en el exterior y en el cuerpo de aquellos que tenían los ojos abiertos. Por eso algunos decían que la ceguera venía como castigo por algún pecado muy grave.
Se comprende que el hombre ciego, que no ve qué es lo que tiene delante, que lleva en su interior la oscuridad y la muerte, y que está arrojado en el suelo viviendo de una manera miserable y triste, es una perfecta imagen del hombre alejado de Dios. En la figura del ciego podemos descubrir al hombre que no tiene fe, que "no ve" y que por lo tanto "no vive".
Me lavé y ahora veo
Jesús tocó a este ciego y luego le ordenó que fuera al estan­que del barrio de Siloé. Este nombre suena parecido a la palabra hebrea que se usa para decir "Enviado". Como "el Enviado" es uno de los nombres de Jesús, el Enviado del Padre, san Juan nos llama la atención sobre esa coincidencia para hacer resaltar otro simbolismo. El ciego, para comenzar a ver, no tiene que ir a cualquier parte sino solamente a un lugar que se llama como Jesús: "el Enviado".
El ciego se lavó en "el Enviado" y comenzó a ver: ahora distingue los colores, recibe la luz, se puede valer por sí mismo. El cambio es tan grande que todos sus conocidos se dividen en distintos bandos discutiendo si es él o es otro que se le parece.
Así es el bautismo: nos bañamos en Cristo y todo nuestro ser cambia. Quedamos inundados de luz y de vida, podemos vivir de otra manera, descubrimos un mundo nuevo que antes estaba delante de nosotros y que no podíamos ver. Al recibir la fe y la nueva vida todo cambia.
Como en el caso de la curación del ciego, los que antes co­nocieron a una persona sin fe, cuando lo ven cambiado porque ha comenzado a vivir su bautismo, se preguntan: “¿Es el mismo, o es otro que se le parece?”
Los otros ciegos
Todos no se comportan de la misma forma delante de Jesús. El ciego lo escuchó, se lavó y comenzó a ver. En cambio hay un grupo de personas que se niegan a reconocer al Señor. En el relato del Evangelio estas personas están representadas por los fariseos. Se trata de un partido político-religioso que se caracte­riza por su adhesión incondicional a la Ley de Dios y a las Tradiciones recibidas de sus padres. Los fariseos se preocupan por el milagro que ha hecho Jesús, pero no aciertan con lo que es verdaderamente importante. Muchos de ellos se detienen en detalles secundarios y no dan el paso definitivo que significa aceptar a Jesús. Algunos fariseos protestan porque el milagro fue hecho en día sábado, y ese día -según la Ley de Dios- está prohibido trabajar. "Este hombre no viene de parte de Dios, di­cen, porque no respeta el sábado", y no se dan cuenta de que Jesús, al abrir los ojos de un ciego de nacimiento, les está dando un signo de que Él es Dios, y que por lo tanto no está obligado por la Ley.
Otros fariseos se dan cuenta de esto. Ven que un hombre pecador no puede hacer esta clase de milagros. Pero se quedan en esa duda y no van más allá.
Unos y otros retroceden ante la perspectiva de tener que comprometerse con Jesús. Si lo reconocen como Dios tienen que escuchar su voz, obedecerle, cambiar. Ellos se sienten muy seguros de su interpretación de la Ley, y no quieren oír hablar de cambios ni de compromisos que impliquen exigencias. Por eso, cuando el ciego les dice que Jesús es un Profeta, se enojan y lo echan fuera para no tener que escucharlo. Se dan cuenta de que no tienen argumentos para responder, y entonces la solu­ción más fácil para ellos es no escuchar.
El milagro de Jesús tendría que haber provocado admiración, alegría y acción de gracias, como sucede muchas veces en los relatos del Evangelio. Pero en este caso sucede al revés: hay un grupo de personas que se amargan, acusan a Jesús y terminan echando al que recibió el milagro llenándolo de insultos. Con esto demuestran que los verdaderos ciegos son ellos: no ven y no quieren ver, y en esa misma terquedad tienen su castigo por­que se privan de la alegría. Como los ciegos, viven miserable­mente y no permiten que la luz y la vida lleguen a su interior.
Vayamos hacia la luz
Jesús se ha presentado como la Luz del mundo, que ha veni­do para que los que estaban ciegos puedan comenzar a ver. Los que viven "en las sombras de la muerte" pueden comenzar a vivir contemplando esta Luz.
En la noche de Pascua viviremos esta realidad y la represen­taremos en una ceremonia plena de simbolismo: en un templo que se encuentra a oscuras entrará el cirio pascual encendido, figura de Cristo resucitado. Al estar en una iglesia oscura, simbolizaremos la situación de todos los hombres que carecen de la luz de la fe. Estaremos como todos aquellos que no han recibido la luz de Cristo, como ciegos que viven en la tiniebla y en la muerte interior. Entrará el Cirio, imagen de Cristo resucita­do y el templo quedará iluminado, cantaremos "¡La Luz de Cris­to! ¡Demos gracias a Dios!", y todos encenderemos nuestras velas en ese Cirio, haciendo nuestra esa nueva luz que expulsa la oscuridad.
Efectivamente, hay muchos hombres que viven penosamen­te porque les falta la fe. Muchos sufren porque no le encuentran sentido a la vida, otros parecen muy alegres pero en realidad tratan de llenar con diversiones, ruido y placeres un inmenso vacío que sienten en su interior y que nunca se puede satisfacer. Unos y otros están muy bien representados en el ciego que pide limosna padeciendo la perpetua tiniebla de su interior. A éstos hoy la Iglesia les anuncia a Cristo como Luz del mundo, que viene a ofrecerles una vida nueva con tal que quieran aceptar a Jesús dejándose lavar en las aguas del "Enviado".
Pero también muchos de nosotros, habiendo recibido ya el bautismo, vivimos como si todavía fuéramos ciegos. Decimos que tenemos fe, pero esa fe que hemos recibido y proclamado cuando fuimos bautizados ha quedado cubierta por las tinieblas de nuestra pereza. No hemos asumido nuestros compromisos y ante los ojos de los que nos ven parece que todavía estamos sin bautizar. A los que continuamos viviendo de esa manera, la Igle­sia nos invita a renovar nuestros compromisos bautismales en esta Pascua para que Cristo sea nuestra Luz y nuestra Vida.
Cristo es Luz de vida que resplandece delante de todos los hombres. Ante esta luz solamente es ciego aquel que se niega a ver.
Vivir en la luz
El Evangelio nos muestra un ciego como figura del hombre que todavía no tiene fe. No es un ciego como lo consideramos hoy, sino como era considerado y como vivía en la antigüedad: un hombre lleno de miserias y sumergido en una perpetua tinie­bla de muerte, un hombre incapaz de valerse por sí mismo y dependiendo siempre de la ayuda de los demás.
De esta situación de muerte hay que pasar a la vida que ofrece Jesús. Pero a algunos, o tal vez a todos, les resulte un poco vago este "ir a Jesús", "creer en Cristo". ¿Podríamos ser un poco más concretos?
Decimos que Cristo es una Luz que brilla delante de todos, aún de los ciegos, y que todos pueden verla si no se niegan a creer. Efectivamente, se trata de reconocerse ciego y mirar hacia aquel que nos puede curar. Ver a Jesús significa -ante todo-­ aceptar que Él es el que en su misma persona nos revela a Dios Padre, y por eso es el único que nos puede sacar de nuestra situación de tiniebla, tristeza, muerte, incapacidad. Cada ser hu­mano se pregunta: ¿Qué soy? ¿Para qué estoy en el mundo? ¿Hacia dónde voy? Ese misterio del ser humano se ilumina cuan­do Cristo se hace presente como el Hijo de Dios y nos revela lo que es verdaderamente el hombre y hacia dónde nos conduce el plan de Dios.
Hay que mirar para descubrirlo también en todo lo que nos rodea: descubrir la presencia de Cristo en las cosas que suce­den a nuestro alrededor. El Señor ordena todo para bien; hay que mirar atentamente.
Pero también está presente Cristo de una manera oculta en todos los hombres. Al hacerse hombre, Jesús se ha unido con todos los seres humanos. La Iglesia nos invita constantemente a descubrir la presencia de Cristo en todos, principalmente en los más débiles, en los más necesitados, en los que sufren, en los que son despreciados. Abramos también nuestros ojos para en­contrar a Cristo. Como dijo el Papa Pablo VI, "en el rostro de cada hombre, especialmente si se ha hecho transparente por sus lágrimas y por sus dolores, podemos y debemos reconocer el rostro de Cristo".
Con mayor luminosidad todavía Cristo se nos hace presente en la Iglesia. Cuando la Iglesia nos habla por boca de sus pasto­res, cuando nos lee y nos explica el Evangelio, cuando nos seña­la el camino que tenemos que seguir, ahí está Cristo. Pero sobre todo cuando se reúne la comunidad y se celebran los Sacramen­tos: es Cristo el que nos reúne y se hace presente para darnos nueva vida, para fortalecernos uniéndonos con Él. Hay una pre­sencia especial, de Cristo en la celebración de la Eucaristía: bajo las apariencias del pan y del vino está Él realmente presente y sólo se descubre ante los ojos que saben mirar con fe. Está allí presente para alimentar y dar fuerza a todos los que se sienten débiles y -como los ciegos- incapaces para obrar.
Nuestra fe quedaría como muerta si después de haber des­cubierto a Cristo presente de tantas maneras no se expresara en una nueva forma de vivir. Que en esta Pascua, al renovar nuestros compromisos adquiridos en el bautismo, se produzca nuestra transformación. Que comencemos a actuar de una ma­nera distinta, para que cuando nos vean nuestros conocidos, se pregunten como los amigos del ciego: "¿Pero, es él o es otro que se le parece?".

sábado, 15 de marzo de 2014

"Éste es mi Hijo amado, escúchenlo"



Domingo II de Cuaresma
Escuchemos a Jesús

Comentario del P. Luis H. Rivas

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 17, 1-9

Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado.
Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplan­decía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías hablan­do con Jesús.
Pedro dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quie­res, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo».
Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: «Levántense, no tengan miedo».
Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No hablen a nadie de esta visión, hasta que el hijo del hombre resucite de entre los muertos».

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Cada año, en el segundo domingo del tiempo de Cuaresma, la Iglesia proclama el Evangelio que relata esta escena que se conoce como "la transfiguración del Señor".
Lo que nos relata esta página del Evangelio es algo muy diferente a la mayoría de los hechos que se encuentran narra­dos en el resto del mismo. No es un hecho que puede haber sido presenciado por cualquier otro testigo, un hombre sin fe o algu­na persona que pasara por casualidad. El autor del texto nos dice que esto era una visión.
Las visiones son hechos muy especiales. Son experiencias religiosas que tienen algunas personas, en las cuales perciben realidades que no son de nuestro mundo, sino que vienen de Dios. El que tiene la visión -el vidente- percibe cosas que no se pueden describir con palabras humanas, porque como se ha dicho no se trata de cosas de este mundo. Por eso mismo al narrar sus experiencias siempre deben recurrir a comparacio­nes. Y también por eso mismo otras personas que ocasional­mente se encuentren junto con el que tiene la visión no verán nada de lo que él está viendo. Grandes místicos de la Iglesia explican que las visiones tienen lugar en el interior de las perso­nas, sin perder por esto la objetividad de las mismas.
La visión de los discípulos
El evangelio relata que Jesús eligió a tres de sus discípulos: a Pedro, a Santiago y a Juan. A estos los separó de la gente y los llevó a un lugar solitario. Estos mismos serán los elegidos para estar más cerca de Jesús en otro momento en que Él se aparte para rezar: la noche anterior a la pasión, cuando después de la cena fue a prepararse mientras esperaba que llegara Judas con los que venían a tomarlo preso.
No hay que olvidar la semejanza que hay entre las dos esce­nas, sobre todo teniendo en cuenta que la transfiguración que estamos comentando tiene lugar seis días después que anunciara a sus discípulos, por primera vez, que iba a padecer y morir.
Estos discípulos que han oído hablar de la pasión y la muerte del Señor se encuentran a solas con Jesús en un lugar apartado y tienen esta experiencia religiosa: Jesús cambia de aspecto ante ellos.
El rostro del Señor se les presenta como el sol radiante, las ropas tienen la apariencia de la luz, que brilla y no se puede tocar. Junto al Señor están dos personajes del pasado: Moisés, el primer legislador de Israel, y Elías, el más portentoso de los profetas. Los dos resumen las grandes divisiones de la Biblia hebrea: La Ley y los Profetas. También fueron Moisés y Elías los que ascendieron al monte Sinaí para hablar con Dios, así como en esta escena se encuentran sobre una alta montaña hablando con Jesús. Finalmente aparece una nube resplande­ciente que los cubre a todos, como la nube que envolvía la cum­bre del Sinaí cuando ascendió Moisés.
Jesús, brillando como el sol y como la luz sobre una montaña muy elevada, hablando en la nube con Moisés y con Elías, se presenta entonces como teniendo la gloria que manifestó el mis­mo Dios en el Antiguo Testamento.
Se advierte la intención del evangelista de establecer una relación entre lo que los discípulos vieron en esta visión y lo que verán después en la noche de la oración en el huerto de los Olivos. Este mismo Jesús, que a los ojos de todos es un hombre verdadero, capaz de sentir tristeza y angustia ante la pasión y la muerte, es el que a los ojos de la fe se revela como verdadero Dios, poseedor de una gloria igual al Padre, atestiguado por la Ley y los Profetas.
La voz del Padre
La descripción de la visión culmina cuando se oye desde la nube una voz que proclama a Jesús. Es la voz del Padre que pronuncia varias palabras tomadas del Antiguo Testamento: "Este es mi Hijo...". Son las palabras que suenan como las de un sal­mo en el que se canta la coronación del rey Mesías.
"El Amado en el que tengo mi predilección...". Palabras con las que en el libro de Isaías se presenta al misterioso Servidor de Dios que salvará al pueblo con sus padecimientos y su muerte, y llevará la salvación a todas las naciones de la tierra.
"¡Escúchenlo!". Es la orden que da Dios al pueblo cuando anuncia la venida de un profeta como Moisés. En estas pocas palabras, muy parecidas a las que se refieren en el relato del bautismo de Jesús, se condensa toda la esperanza de la Biblia sobre el Mesías de Dios: el rey hijo de David, glorioso y procla­mado hijo de Dios; el servidor sufriente que carga con los peca­dos de todos, y el profeta que trae la palabra de Dios que todos tienen que escuchar.
Contemplemos la visión
La lectura atenta del texto nos ha hecho ver que lo que el autor del evangelio nos relata no es una crónica que registra detalladamente lo que cualquier hombre podría haber visto si hubiera estado con Jesús y sus discípulos en la montaña. Más bien, por medio de comparaciones, simbolismos y palabras to­madas del Antiguo Testamento nos ha puesto ante los ojos, para que también nosotros lo contemplemos, a Jesús verdadero Dios y verdadero hombre, Mesías Rey y Mesías sufriente. La expe­riencia religiosa, la visión, que tuvieron los discípulos elegidos de aquella ocasión, tiene que ser ahora nuestra visión.
Si tomamos el libro de los evangelios y buscamos el texto que estamos comentando, podremos apreciar que los hechos vienen narrados con una pedagogía admirable: Jesús felicita a Pedro porque éste confiesa que Jesús es el Hijo de Dios; inme­diatamente después reprende a Pedro porque el mismo apóstol no quiere oír hablar de la pasión. Jesús anuncia su pasión y también invita a todos sus discípulos a seguirlo por el camino de la cruz. Después de esto, va a la montaña y se transfigura mos­trándose como el Hijo de Dios con gloria igual al Padre, en una escena que recuerda a la de la triste oración en el monte de los Olivos.
En primer lugar el autor del evangelio nos indica que no de­bemos disociar: el Jesús que padece la pasión es el Hijo de Dios. No nos escandalicemos al verlo sufrir. En segundo lugar nos enseña que para llegar a la gloria que Él nos quiere hacer com­partir, debemos compartir el camino de la cruz.
¿Qué significa seguir a Jesús por el camino de la cruz? Se trata de tomar el mismo camino difícil que Jesús tomó para redi­mir al mundo y llevar la salvación a todas las naciones. La tarea de instaurar el Reino de Dios podía ser entendida de muchas maneras. Así fue como Pedro no quería oír hablar de la pasión, y Santiago y Juan pretendieron tener tronos y dignidades (¡y los tres están ahora ante la visión!).
En la voz del Padre que resuena durante la visión se dice que este Jesús, Hijo de Dios glorioso, es el mismo servidor que tomó las cargas de todos hasta morir por todos. Seguir a Jesús por el camino de la cruz es entonces hacerse servidor de todos los demás. Este es el único camino que conduce a la gloria del Hijo de Dios.
El Padre nos ordena escuchar a este Jesús que nos promete la gloria celestial, pero siempre que sepamos ir con él por el camino del servicio a los hermanos y de la solidaridad con todos, especialmente con los más débiles y con los más pecadores.