jueves, 16 de septiembre de 2010

16 de Setiembre: Santos Cornelio y Cipriano

TIEMPO ORDINARIO - OFICIO DE LECTURA.
JUEVES DE LA SEMANA XXIV

Del Común de varios mártires. Salterio IV

16 de septiembre

SANTOS CORNELIO, Papa, y CIPRIANO, obispo, mártires. (MEMORIA)

Cornelio fue ordenado obispo de la Iglesia de Roma el año 251; se opuso al cisma de los novacianos y, con la ayuda de Cipriano, pudo reafirmar su autoridad. Fue desterrado por el emperador Galo, y murió en Civitavecchia el año 253. Su Cuerpo fue trasladado a Roma y sepultado en el cementerio de Calixto.

Cipriano nació en Cartago hacia el año 210, de familia pagana. Se convirtió a la fe, fue ordenado presbítero y, el año 249, fue elegido obispo de su ciudad. En tiempos muy difíciles gobernó sabiamente su Iglesia con sus obras y sus escritos. En la persecución de Valeriano, primero fue desterrado y más tarde sufrió el martirio, el día 14 de septiembre del año 258.

Cipriano.

El segundo teólogo africano, Cipriano de Cartago, tenía una personalidad totalmente distinta de la de Tertuliano. No tenía nada de la intemperancia ni del genio dominador de éste. Demostró, por el contrario, poseer aquellos dones del corazón que van siempre unidos a la caridad y amabilidad, a la prudencia y al espíritu de conciliación; estos dones no los tuvo Tertuliano. Sin embargo, como teólogo, Cipriano depende enteramente de Tertuliano, cuya superioridad como escritor admitió sin ambages. Según Jerónimo (De vir. ill. 53), "tenía por costumbre no dejar pasar un solo día sin haber leído algo de Tertuliano, y decía con frecuencia a su secretario: Dame el maestro, refiriéndose a Tertuliano."

Son muchas y de valor las fuentes que nos informan sobre su vida. Las más importantes y fidedignas son sus propios tratados y su copiosa correspondencia. Para su arresto, juicio y martirio contamos con las Acta proconsularia Cipriani, que se basan en documentos oficiales (cf. p.174): Hay, por fin, una Vita Cypriani, que se conserva en un gran número de manuscritos, y pretende ser escrita por su diácono Poncio, que compartió con él el destierro hasta el día de su muerte (JERÓNIMO, De vir. ill. 58). Es la primera biografía que se conoce en la historia de la literatura cristiana primitiva, pero nos consta que carece de valor histórico. El autor, lleno de admiración por su héroe, ha escrito un panegírico, deseando que "este incomparable y sublime ejemplo pase a la posteridad como memorial perenne" (c.1). Buscaba, pues, la edificación.

Cecilio Cipriano, apellidado Tascio, nació entre los años 200 y 210 en África, probablemente en Cartago, en el seno de una familia pagana, rica y extremadamente culta. Adquirió gran prestigio en Cartago como hábil retórico y maestro de elocuencia. Pero su alma, disgustada por la inmoralidad de la vida pública y privada, por la corrupción en el gobierno y en la administración, y tocada por la gracia, buscaba aleo más elevado. "Bajo la influencia del presbítero Cecilio, de quien recibió el sobrenombre, se convirtió al cristianismo y dio todas sus riquezas a los pobres" (JERÓNIMO, De vir. ill. 67). Poco después de su conversión fue elevado al sacerdocio, y el año 248 o a principios de 249 fue elegido obispo de Cartago "por aclamación de] pueblo," pero con la oposición de algunos presbíteros más ancianos, entre los que se contaba un tal Novato. Llevaba apenas un año ejerciendo su nuevo cargo, cuando estalló la persecución de Decio (250). Esta persecución afectaba a todos los subditos del imperio, que eran obligados a sacrificar. Cipriano se escondió en lugar seguro, y se mantuvo en frecuente contacto con su grey y con su clero. Sin embargo, su huida no encontró la aprobación de todos. Poco después del martirio del papa Fabiano, los presbíteros y diáconos que estaban al frente de la Iglesia de Roma durante la sede vacante enviaron la notificación de su martirio, al mismo tiempo que expresaban por medio de una carta su sorpresa por la huida del obispo de Cartago. Cipriano les mandó inmediatamente una relación detallada de sus actividades y explicó las razones que le indujeron a huir:

"He creído necesario escribiros esta carta para daros cuenta de mi conducta, de mi conformidad con la disciplina y de mi celo. Así que estalló el primer disturbio, el pueblo me reclamaba con mucho griterío e insistencia. Entonces, según las enseñanzas del Salvador, preocupado de la paz de toda la comunidad, más que de mi propia seguridad, de momento acordé huir, a fin de evitar que mi imprudente presencia sirviera -de incentivo al motín que se había armado. Pero, aunque ausente en el cuerpo, he estado presente en espíritu, y con mis acciones y consejos, según la medida de mis pobres fuerzas, siempre que lo he podido, me he esforzado en dirigir a mis hermanos según los preceptos del Señor" (Epist. 20).

Incluyó en la carta las copias de otras trece escritas al clero, confesores y comunidades, para demostrar que no había abandonado sus deberes de pastor. Los últimos asuntos de esta colección hacen referencia a las dificultades que habían surgido entre tanto en Cartago. La reconciliación de los que habían negado la fe cristiana durante la persecución provocó vivas discordias, que desembocaron al fin en un cisma. Algunos confesores, creyéndose con autoridad en las cuestiones religiosas, exigían la inmediata reconciliación de los lapsi, o sea, de aquellos que más o menos gravemente habían negado su fe. Cuando Cipriano se negó a acceder, el diácono Felicísimo organizó un grupo con los adversarios del obispo, que pudo encontrar entre los confesores y los lapsi. Pronto se les unieron cinco presbíteros que habían votado contra él en su elección episcopal. Uno de ellos, Novato, mencionado más arriba, fue a Roma y allí apoyó al bando de Novaciano contra el nuevo papa Cornelio. Al volver Cipriano a Cartago, en la primavera del 251, excomulgó solemnemente a Felicísimo y a sus seguidores. Publicó dos cartas pastorales, que trataban de los apóstatas (De lapsis) y del cisma (De ecclesiae unitate). Probablemente en mayo del 251 se reunió un sínodo que confirmó los principios expresados por Cipriano y aprobó la excomunión de sus adversarios. Se decidió que todos los lapsos sin distinción fueran admitidos a la penitencia y reconciliados al menos a la hora de la muerte. La duración de la expiación debía variar según la gravedad del caso. Pronto se declaró una peste devastadora, dando ocasión a nuevos sufrimientos y persecuciones para los cristianos, a quienes se les hacía responsables de la indignación de los dioses. El celo desplegado por Cipriano en el cuidado de los enfermos y la ayuda caritativa que prodigó a todos los afligidos por la catástrofe contribuyó no poco a calmar la exasperación de los paganos. Desgraciadamente, los últimos años de su vida se vieron turbados por la controversia sobre el bautismo de los herejes. Parece que la tradición de Cartago repudiaba en absoluto tales ritos. Tertuliano los declara explícitamente inválidos en su tratado De baptismo (cf. p.561). Esta tesis fue sancionada por un gran concilio de obispos de África y Numidia, reunidos por Agripino hacia el 220, y confirmado por tres sínodos reunidos en Cartago los años 255 y 256 bajo la presidencia de Cipriano. El papa Esteban (254-256), informado de esta decisión, contestó en tono incisivo, poniendo en guardia a los africanos contra la introducción de novedades contrarias a la tradición (cf. p.522s). Cipriano no quiso cambiar de parecer. La disputa se envenenó rápidamente y llevaba camino de convertirse en peligrosa, cuando el emperador Valeriano promulgó un edicto contra los cristianos. En la persecución que siguió al edicto, el papa Esteban murió por la fe, y Cipriano fue desterrado a Cucubis el 30 de agosto del 257. Un año más tarde, el 14 de septiembre del 258, fue decapitado no lejos de Cartago. Es el primer obispo africano mártir.

Textos: J. Quasten, Monumento eucharistica et litúrgica vetustísima (Bonn 1935-1937) 356-8.

Martirio de San Cipriano

De las Actas proconsulares del martirio de san Cipriano, obispo.

En Cartago; destierro, año 257; muerte, año 258


Siendo el emperador Valeriano por cuarta vez cónsul y por tercera Galieno, tres días antes de las calendas de septiembre (el 30 de agosto), en Cartago, dentro de su despacho, el procónsul Paterno dijo al obispo Cipriano:

—Los sacratísimos emperadores Valeriano y Galieno se han dignado mandarme letras por las que han ordenado que quienes no practican el culto de la religión romana deben reconocer los ritos romanos. Por eso te he mandado llamar nominalmente. ¿Qué me respondes?

El obispo Cripriano dijo:

—Yo soy cristiano y obispo, y no conozco otros dioses sino al soloy verdadero Dios, que hizo el cielo y la tierra y cuanto en ellos se contiene. A este Dios servimos nosotros los cristianos; a éste dirigimos día y noche nuestras súplicas por nosotros mismos, por todos los hombres y, señaladamente, por la salud de los mismos emperadores.

El procónsul Paterno dijo:

  • Luego ¿perseveras en esa voluntad?

El obispo Cipriano contestó:

  • Una voluntad buena que conoce a Dios, no puede cambiarse.

EL PROCÓNSUL.— ¿Podrás, pues, marchar desterrado a la ciudad de Curubis, conforme al mandato de Valeriano y Gali^ino?

CIPRIANO.— Marcharé.

EL PROCÓNSUL.— Los emperadores no se han dignado sólo escribirme acerca de los obispos, sino también sobre los presbíteros. Quiero, pues saber de ti quiénes son los presbíteros que residen en esta ciudad.

CIPRIANO.—Con buen acuerdo y en común utilidad habéis prohibido en vuestras leyes la delación; por lo tanto, yo no puedo descubrirlos ni delatarlos. Sin embargo, cada uno estará en su propia ciudad.

PATERNO.— Yo los busco hoy en esta ciudad.

CiPRIANO.— Como nuestra disciplina prohibe presentarse espontáneamente y ello desagrada a tu misma ordenación, ni aun ellos pueden presentarse; mas por ti buscados, serán descubiertos.

PATERNO.— Sí, yo los descubriré.

Y añadió: — Han mandado también los emperadores que no se tengan en ninguna parte reuniones ni entre nadie en los cementerios. Ahora, si alguno no observare este tan saludable mandato, sufrirá pena capital.

CIPRIANO.— Haz lo que se te ha mandado.

Entonces el procónsul Paterno mandó que el bienaventurado Cipriano obispo fuera llevado al destierro. Y habiendo pasa-do allí largo tiempo, al procónsul Aspasio Paterno le sucedió el procónsul Galerio Máximo, quien mandó llamar del destierro al santo obispo Cipriano y que le fuera a él presentado.

Volvió, pues, San Cipriano, mártir electo de Dios, de la ciudad de Curubis, donde, por mandato de Aspasio Paterno, a la sazón cónsul, había estado desterrado, y se le mandó por sacro mandato habitar sus propias posesiones, donde diariamente es-taba esperando que vinieran por él para el martirio, según le había sido revelado.

Morando, pues, allí, de pronto, en los idus de septiembre (el 13), siendo cónsules Tusco y Baso, vinieron dos oficiales, uno escudero o alguacil del officium o audiencia de Galerio Máximo, sucesor de Aspasio Paterno, y otro sobreintendente de la guardia de la misma audiencia. Los dos oficiales montaron a Cipria-no en un coche y le pusieron en medio y le condujeron a la Villa de Sexto, donde el procónsul Galerio Máximo se había retirado por motivo de salud. El procónsul Galerio Máximo mandó que se le guardara a Cipriano hasta el día siguiente. Entre tanto, el bienaventurado Cipriano fue conducido a la casa del alguacil del varón clarísimo Galerio Máximo, procónsul, y en ella estuvo hospedado, en la calle de Saturno, situada entre la de Venus y la de la Salud. Allí afluyó toda la muchedumbre de los hermanos, lo que sabido por San Cipriano, mandó que las vírgenes fueran puestas a buen recaudo, pues todos se habían quedado en la calle, ante la puerta del oficial, donde el obispo se hospedaba.

Al día siguiente, decimoctavo de las calendas de octubre (14 de septiembre), una enorme muchedumbre se reunió en la Villa Sexti, conforme al mandato del procónsul Galerio Máximo. Y sentado en su tribunal en el atrio llamado Sauciolo, el procónsul Galerio Máximo dio orden, aquel mismo día, de que le presentaran a Cipriano.

Habiéndole sido presentado, el procónsul Galerio Máximo dijo al obispo Cipriano:

—¿Eres tú Tascio Cipriano?

El obispo Cipriano respondió: —Yo lo soy.

GALERIO MÁXIMO.— ¿Tú te has hecho padre de los hombres sacrílegos?

CIPRIANO OBISPO.— Sí.

GALERIO MÁXIMO.— Los sacratísimos emperadores han mandado que sacrifiques.

CIPRIANO OBISPO.— No sacrifico.

GALERIO MÁXIMO.— Reflexiona y mira por ti.

CIPRIANO OBISPO.— Haz lo que se te ha mandado. En cosa tan justa no hace falta reflexión alguna.

Galerio Máximo, después de deliberar con su consejo, a duras penas y de mala gana, pronunció la sentencia con estos considerandos:

—Durante mucho tiempo has vivido sacrílegamente y has juntado contigo en criminal conspiración a muchísima gente, constituyéndote enemigo de los dioses romanos y de sus sacros ritos, sin que los piadosos y sacratísimos príncipes Valeriano y Galieno, Augustos, y Valeriano, nobilísimo César, hayan logrado hacerte volver a su religión. Por tanto, convicto de haber sido cabeza y abanderado de hombres reos de los más abominables crímenes, tú servirás de escarmiento a quienes juntaste para tu maldad, y con tu sangre quedará sancionada la ley.

Y dicho esto, leyó en alta voz la sentencia en la tablilla: —Mandamos que Tascio Cipriano sea pasado a filo de espada.

El obispo Cipriano dijo: —Gracias a Dios.

Oída esta sentencia, la muchedumbre de los hermanos decía:

—También nosotros queremos ser degollados con él.

Con ello se levantó un alboroto entre los hermanos, y mucha turba de gentes le siguió hasta el lugar del suplicio. Fue, pues, conducido Cipriano al campo o Villa de Sexto y, llegado allí, se quitó su sobreveste y capa, dobló sus rodillas en tierra y se prosternó rostro en el polvo para hacer oración al Señor. Luego se despojó de la dalmática y la entregó a los diáconos y, que-dándose en su túnica interior de lino, estaba esperando al verdugo. Venido éste, el obispo dio orden a los suyos que le entregaran veinticinco monedas de oro. Los hermanos, por su parte, tendían delante de él lienzos y pañuelos. Seguidamente, el bienaventurado Cipriano se vendó con su propia mano los ojos; mas como no pudiera atarse las puntas del pañuelo, se las ata-ron el presbítero Juliano y el subdiácono del mismo nombre.

Así sufrió el martirio el bienaventurado Cipriano. Su cuerpo, para evitar la curiosidad de los gentiles, fue retirado a un lugar próximo. Luego, por la noche, sacado de allí, fue conducido entre cirios y antorchas, con gran veneración y triunfalmente, al cementerio del procurador Macrobio Candidiano, sito en el ca-mino de Mapala, junto a los depósitos de agua de Cartago. Después de pocos días murió el procónsul Galerio Máximo.

El beatísimo mártir Cipriano sufrió el martirio el día decimoctavo de las calendas de octubre (el 14 de septiembre), sien-do emperadores Valeriano y Galieno y reinando nuestro Señor Jesucristo, a quien es honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén .

(BAC 75, 756-761)




V. Señor abre mis labios
R. Y mi boca proclamará tu alabanza

Se añade el Salmo del Invitatorio con la siguiente antífona:

Ant. Venid, adoremos al Señor, rey de los mártires.


Si antes del Oficio de lectura se ha rezado ya alguna otra Hora:

V. Dios mío, ven en mi auxilio
R. Señor, date prisa en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.


Himno: TESTIGOS DE AMOR

Testigos de amor
de Cristo Señor,
mártires santos.

Rosales en flor
de Cristo el olor,
mártires santos.

Palabras en luz
de Cristo Jesús,
mártires santos.

Corona inmortal
del Cristo total,
mártires santos. Amén.

SALMODIA

Ant. 1. No fue su brazo el que les dio la victoria, sino tu diestra y la luz de tu rostro.

Salmo 43 I - ORACIÓN DEL PUEBLO DE DIOS QUE SUFRE ENTREGADO A SUS ENEMIGOS

¡Oh Dios!, nuestros oídos lo oyeron,
nuestros padres nos lo han contado:
la obra que realizaste en sus días,
en los años remotos.

Tú mismo, con tu mano, desposeíste a los gentiles,
y los plantaste a ellos;
trituraste a las naciones,
y los hiciste crecer a ellos.

Porque no fue su espada la que ocupó la tierra,
ni su brazo el que les dio la victoria;
sino tu diestra y tu brazo y la luz de tu rostro,
porque tú los amabas.

Mi rey y mi Dios eres tú,
que das la victoria a Jacob:
con tu auxilio embestimos al enemigo,
en tu nombre pisoteamos al agresor.

Pues yo no confío en mi arco,
ni mi espada me da la victoria;
tú nos das la victoria sobre el enemigo
y derrotas a nuestros adversarios.

Dios ha sido siempre nuestro orgullo,
y siempre damos gracias a tu nombre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén

Ant. No fue su brazo el que les dio la victoria, sino tu diestra y la luz de tu rostro.

Ant. 2. No apartará el Señor su rostro de vosotros, si os convertís a él.

Salmo 43 II

Ahora, en cambio, nos rechazas y nos avergüenzas,
y ya no sales, Señor, con nuestras tropas:
nos haces retroceder ante el enemigo,
y nuestro adversario nos saquea.

Nos entregas como ovejas a la matanza
y nos has dispersado por las naciones;
vendes a tu pueblo por nada,
no lo tasas muy alto.

Nos haces el escarnio de nuestros vecinos,
irrisión y burla de los que nos rodean;
nos has hecho el refrán de los gentiles,
nos hacen muecas las naciones.

Tengo siempre delante mi deshonra,
y la vergüenza me cubre la cara
al oír insultos e injurias,
al ver a mi rival y a mi enemigo.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén

Ant. No apartará el Señor su rostro de vosotros, si os convertís a él.

Ant. 3. Levántate, Señor, no nos rechaces más.

Salmo 43 III

Todo esto nos viene encima,
sin haberte olvidado
ni haber violado tu alianza,
sin que se volviera atrás nuestro corazón
ni se desviaran de tu camino nuestros pasos;
y tú nos arrojaste a un lugar de chacales
y nos cubriste de tinieblas.

Si hubiéramos olvidado el nombre de nuestro Dios
y extendido las manos a un dios extraño,
el Señor lo habría averiguado,
pues él penetra los secretos del corazón.

Por tu causa nos degüellan cada día,
nos tratan como a ovejas de matanza.
Despierta, Señor, ¿por qué duermes?
Levántate, no nos rechaces más.
¿Por qué nos escondes tu rostro
y olvidas nuestra desgracia y opresión?

Nuestro aliento se hunde en el polvo,
nuestro vientre está pegado al suelo.
Levántate a socorrernos,
redímenos por tu misericordia.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén

Ant. Levántate, Señor, no nos rechaces más.

V. Haz brillar tu rostro, Señor, sobre tu siervo.
R. Enséñame tus leyes.


PRIMERA LECTURA
Del libro de Ester 5, 1-5; 7, 2-10

CASTIGO DE AMAN

Al tercer día, una vez acabada su oración, se despojó Ester de sus vestidos de penitencia y se revistió de reina. Recobrada su espléndida belleza, invocó a Dios, que vela sobre todos y los salva, y, tomando a dos siervas, se apoyó blandamente en una de ellas, mientras la otra la seguía alzando el ruedo del vestido. Iba ella resplandeciente, en el apogeo de su belleza, con rostro alegre como de una enamorada, aunque su corazón estaba oprimido por la angustia. Franqueando todas las puertas, llegó hasta la presencia del rey.

Estaba el rey sentado en su trono real, revestido de las vestiduras de las ceremonias públicas, cubierto de oro y piedras preciosas y con aspecto verdaderamente impresionante. Cuando levantó su rostro, resplandeciente de gloria, y vio que la reina Ester estaba de pie en el atrio, lanzó una mirada tan colmada de ira que la reina se desvaneció; perdió el color y apoyó la cabeza sobre la sierva que la precedía.

Mudó entonces Dios el corazón del rey en dulzura; angustiado, se precipitó del trono y la tomó en sus brazos y, en tanto ella se recobraba, le dirigía dulces palabras, diciendo:

«¿Qué ocurre, Ester? Yo soy tu hermano, ten confianza. No morirás, pues mi mandato alcanza sólo al común de las gentes. Acércate.»

Y, tomando el rey el cetro de oro, lo puso sobre el cuello de Ester, y la besó, diciendo:
«Háblame.»

Ella respondió:
«Te he visto, señor, como a un ángel de Dios y mi corazón se turbó ante el temor de tu gloria. Porque eres admirable, señor, y tu rostro está lleno de dignidad.»

Y, diciendo esto, se desmayó de nuevo. El rey se turbó, y todos su cortesanos se esforzaron por reanimarla. El rey le preguntó:
«¿Qué sucede, reina Ester? ¿Qué deseas? Incluso la mitad del reino te será dada.»

Respondió Ester:
«Si al rey le place, venga hoy el rey, con Amán, al banquete que le tengo preparado.»
Respondió el rey:

«Avisad inmediatamente a Amán, para que se cumpla el deseo de Ester.»

Así, el rey y Amán fueron al banquete preparado por Ester y, durante el banquete, dijo el rey a Ester:

«¿Qué deseas pedir, reina Ester?, pues te será concedido. ¿Cuál es tu deseo? Aunque fuera la mitad del reino, se cumplirá.»

Respondió la reina Ester:

«Si he hallado gracia a tus ojos, ¡oh rey!, y si al rey le place, concédeme la vida -éste es mi deseo- y la de mi pueblo -ésta es mi petición-. Pues yo y mi pueblo hemos sido vendidos para ser exterminados, muertos y aniquilados. Si hubiéramos sido vendidos para esclavos y esclavas, aún hubiera callado; mas ahora el enemigo no podrá compensar al rey por tal pérdida.»

Preguntó el rey Asuero a la reina Ester:

«¿Quién es y dónde está el hombre que ha pensado en su corazón ejecutar semejante cosa?»
Respondió Ester:

«Nuestro perseguidor y enemigo es Amán. ¡Ese miserable! »

Amán quedó aterrado en presencia del rey y de la reina. El rey se levantó, lleno de ira, del banquete y se fue al jardín del palacio; Amán, mientras tanto, se quedó junto a la reina Ester para suplicarle por su vida, porque comprendía que, de parte del rey, se le venía encima la perdición. Cuando el rey volvió del jardín de palacio a la sala del banquete, Amán se había dejado caer sobre el lecho de Ester. El rey exclamó:

«¿Es que incluso en mi propio palacio quiere hacer violencia a la reina?»

Dio el rey una orden y cubrieron el rostro de Amán. Jarboná, uno de los eunucos que estaban ante el rey, sugirió:

«Precisamente la horca que Amán había destinado para Mardoqueo, aquel cuyo informe fue tan útil al rey, está preparada en casa de Amán, y tiene cincuenta codos de altura.»
Dijo el rey:

« ¡Colgadle de ella! »

Colgaron a Amán de la horca que había levantado para Mardoqueo y se aplacó la ira del rey.

RESPONSORIO Cf. Est 10, 9; Is 48, 20

R. Israel clamó a Dios y el Señor salvó a su pueblo; * lo liberó de todos los males y obró grandes señales entre los demás pueblos.
V. Anunciad con voz de júbilo: «El Señor ha rescatado a su siervo Jacob.»
R. Lo liberó de todos los males y obró grandes señales entre los demás pueblos.


SEGUNDA LECTURA
De las Cartas de San Cipriano, obispo y mártir
(Carta 60, 1-2. 5: CSEL 3, 691-692. 694-695)

UNA FE GENEROSA Y FIRME

Cipriano a su hermano Cornelio:

Hemos tenido noticia, hermano muy amado, del testimonio glorioso que habéis dado de vuestra fe y fortaleza; y hemos recibido con tanta alegría el honor de vuestra confesión, que nos consideramos partícipes y socios de vuestros méritos y alabanzas. En efecto, si formamos todos una misma Iglesia, si tenemos todos una sola alma y un solo corazón, ¿qué sacerdote no se congratulará de las alabanzas tributadas a un colega suyo, como si se tratara de las suyas propias? ¿O qué hermano no se alegrará siempre de las alegrías de sus otros hermanos?

No hay manera de expresar cuán grande ha sido aquí la alegría y el regocijo, al enterarnos de vuestra victoria y vuestra fortaleza: de cómo tú has ido a la cabeza de tus hermanos en la confesión del nombre de Cristo, y de cómo esta confesión tuya, como cabeza de tu Iglesia, se ha visto a su vez robustecida por la confesión de los hermanos; de este modo, precediéndolos en el camino hacia la gloria, has hecho que fueran muchos los que te siguieran, y ha sido un estímulo para que el pueblo confesara su fe el hecho de que te mostraras tú, el primero, dispuesto a confesarla en nombre de todos; y, así, no sabemos qué es lo más digno de alabanza en vosotros, si tu fe generosa y firme o la inseparable caridad de los hermanos. Ha quedado públicamente comprobada la fortaleza del obispo que está al frente de su pueblo y ha quedado de manifiesto la unión entre los hermanos que han seguido sus huellas. Por el hecho de tener todos vosotros un solo espíritu y una sola voz, toda la Iglesia de Roma ha tenido parte en vuestra confesión.

Ha brillado en todo su fulgor, hermano muy amado, aquella fe vuestra, de la que habló el Apóstol. Él preveía ya en espíritu, esta vuestra fortaleza y valentía, tan digna de alabanza, y pregonaba lo que más tarde había de suceder, atestiguando vuestros merecimientos, ya que, alabando a vuestros antecesores, os incitaba a vosotros a imitarlos. Con vuestra unanimidad y fortaleza, habéis dado a los demás hermanos un magnífico ejemplo de estas virtudes.

Y, teniendo en cuenta que la providencia del Señor nos advierte y pone en guardia y que los saludables avisos de la misericordia divina nos previenen que se acerca ya el día de nuestra lucha y combate, os exhortamos de corazón, en cuanto podemos, hermano muy amado, por la mutua caridad que nos une, a que no dejemos de insistir, junto con todo el pueblo, en los ayunos, vigilias y oraciones. Porque éstas son nuestras armas celestiales, que nos harán mantener firmes y perseverar con fortaleza; éstas son las defensas espirituales y los dardos divinos que nos protegen.

Acordémonos siempre unos de otros, con grande concordia y unidad de espíritu, encomendémonos siempre mutuamente en la oración y prestémonos ayuda con mutua caridad cuando llegue el momento de la tribulación y de la angustia.


RESPONSORIO S. Cipriano, Carta 58

R. Dios nos contempla, Cristo y sus ángeles nos miran, mientras luchamos por la fe. * Qué dignidad tan grande, qué felicidad tan plena es luchar bajo la mirada de Dios y ser coronados por Cristo.
V. Revistámonos de fuerza y preparémonos para la lucha con un espíritu indoblegable, con una fe sincera, con una entrega total.
R. Qué dignidad tan grande, qué felicidad tan plena es luchar bajo la mirada de Dios y ser coronados por Cristo.

ORACIÓN.

OREMOS,
Señor, tú que en los santos Cornelio y Cipriano diste a tu pueblo pastores llenos de celo y mártires victoriosos, concédenos por su valiosa intercesión, ser firmes e invencibles en la fe y trabajar con verdadero empeño por lograr la unidad de tu Iglesia. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos.
Amén

CONCLUSIÓN

V. Bendigamos al Señor.
R. Demos gracias a Dios

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