Domingo
XIII del Tiempo Ordinario
Los rostros de la muerte
Comentarios del pbro. Luis H. Rivas
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 5, 21-43
Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla,
una gran multitud se reunió a su alrededor, y Él se quedó junto al mar.
Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se
arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi hijita se está muriendo; ven
a imponerle las manos, para que se sane y viva». Jesús fue con él y lo seguía
una gran multitud que lo apretaba por todos lados.
Se encontraba allí una mujer que desde hacía doce
años padecía de hemorragias. Había sufrido mucho en manos de numerosos médicos
y gastado todos sus bienes sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor.
Como había oído hablar de Jesús, se le acercó por detrás, entre la multitud, y
tocó su manto, porque pensaba: «Con sólo tocar su manto quedaré sanada».
Inmediatamente cesó la hemorragia, y ella sintió en su cuerpo que estaba sanada
de su mal.
Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que
había salido de Él, se dio vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó:
«¿Quién tocó mi manto?»
Sus discípulos le dijeron: «¿Ves que la gente te
aprieta por todas partes y preguntas quién te ha tocado?» Pero Él seguía
mirando a su alrededor, para ver quién había sido.
Entonces la mujer, muy asustada y temblando, porque
sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a sus pies y le confesó
toda la verdad.
Jesús le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en
paz, y queda sanada de tu enfermedad».
Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas
personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: «Tu hija ya murió;
¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?» Pero Jesús, sin tener en cuenta
esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas, basta que creas». Y sin
permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de
Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga.
Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y
gritaba. Al entrar, les dijo: «¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está
muerta, sino que duerme». Y se burlaban de Él.
Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al
padre y a la madre de la niña, y a los que venían con Él, entró donde ella
estaba. La tomó de la mano y le dijo: «Talitá kum», que significa: «¡Niña, Yo
te lo ordeno, levántate!» En seguida la niña, que ya tenía doce años, se
levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y Él les
mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que
dieran de comer a la niña.
*****
El evangelio nos relata dos milagros de Jesús
estrechamente relacionados: mientras Jesús iba caminando hacia la casa de Jairo
para resucitar a su hija, curó a una mujer que se ocultaba en medio de la
multitud. Posiblemente se trata de dos relatos independientes que en algún
estadio muy primitivo de la tradición se unieron y así fueron reproducidos por
el Evangelista. Algunos detalles se repiten como para que los lectores adviertan
que ambos milagros tienen mucho que ver entre sí. Las dos personas curadas son
mujeres, aunque de diferente edad; en los dos casos se habla de doce años; en
las dos veces se habla de temor, así como también de fe y de salvación.
Finalmente los dos milagros se producen "inmediatamente' y las personas favorecidas
continúan su vida normal. Leyendo el texto con atención se pueden descubrir
otras coincidencias.
Estos dos relatos de milagros pertenecen a la serie
mencionada domingos anteriores, en la que el autor ha elaborado un hecho de
Jesús haciendo referencias a textos del Antiguo Testamento para mostrar la
superioridad de Jesús sobre las figuras de la primera parte de la Biblia.
LAS DOS ENFERMAS
La mujer enferma, así como es representada en el
relato del evangelio, padece hemorragias. Para una mujer judía del tiempo de
Jesús esto es algo muy vergonzoso, además de penoso. Esta clase de enfermedades
no solamente hacia sufrir sino que además tenía consecuencias sociales y
religiosas. Las mujeres así enfermas eran consideradas "impuras"; por
lo tanto no podían estar en contacto con las demás personas y debían mantenerse
alejadas del culto: no se las admitía en los actos religiosos. En cierta manera
eran tratadas de una forma semejante a los leprosos. Esto explica que la
enferma del relato se escondiera entre la gente buscando permanecer oculta y
sintiera vergüenza ante Jesús y los demás que lo acompañaban.
¿Se podría decir que era vida lo que estas pobres
mujeres llevaban? En realidad se encontraban como muertas en vida; debían estar
siempre alejadas de todos, ocultas y sobrellevando la pena de su enfermedad,
como si se tratara de algo vergonzoso o de una culpa de la que ellas eran
responsables.
La niña, por su parte, está gravemente enferma pero
no se indica la naturaleza de su mal. Cuando vienen a buscar a Jesús se dice
que está en los últimos momentos, e instantes después se anuncia su muerte. Los
vecinos y las lloronas se congregan inmediatamente y dan comienzo a los
tradicionales ritos fúnebres.
Los muertos también eran considerados como
"impuros". Los que tocaban un cadáver no podían participar en los
actos religiosos si antes no se sometían a las ceremonias destinadas a
"purificar". Los mismos muertos estaban alejados de toda relación.
Además de la natural separación de los demás seres humanos que impone la
muerte, en aquellos tiempos se creía que los muertos también estaban alejados
de la mano de Dios. Se pensaba que el poder de Dios no podía llegar al lugar de
los muertos, y que los muertos - por su condición de impuros - no podían alabar
al Señor.
El Evangelio ha reunido estos dos milagros porque es
un encuentro de Jesús con la muerte manifestada en dos formas distintas: un
muerto en vida y un muerto físicamente. Y Jesús demostró su poder ante esta
muerte, contra la cual los hombres no pueden hacer nada.
LOS DOS MILAGROS
El autor del relato presenta a una mujer que no ha
podido ser curada por los médicos, a pesar del tiempo que lleva su tratamiento.
Su enfermedad pertenece a aquellas que excluyen de la comunidad por las leyes
establecidas en el Antiguo Testamento, principalmente en el libro del Levítico,
y también por las normas dictadas por los maestros de Israel. Ella es una
"impura" y contagia su impureza a todo lo que toca. Por esa razón no
puede acercarse a Jesús para pedirle la curación ni solicitarle que le imponga
las manos.
Sin embargo, movida por la necesidad, se ha
introducido en el grupo de los que siguen a Jesús. No podía hacerse notar entre
la gente, porque además de la vergüenza que le provocaba su enfermedad, al
acercarse a la multitud estaba transgrediendo las normas. Pero tiene suficiente
fe en Jesús para saber que con sólo tocar el manto, manteniendo su anonimato,
puede obtener la curación. Así lo hace, e inmediatamente queda curada. Jesús
tiene un poder como para purificar a aquellos que el Antiguo Testamento declara
impuros.
El otro caso es el de la hija del jefe de la
Sinagoga. Ella está muerta y ya ha comenzado la celebración de los funerales.
Es también una impura que, según las leyes del Antiguo Testamento, contagia su
impureza a todos los que la tocan. Sin embargo, Jesús le dijo al jefe de la
Sinagoga que tuviera fe, luego se acercó y tomó a la niña de la mano. Con una
orden dada por el Señor, la niña se levantó y comenzó a caminar. En el Antiguo
Testamento se relata que los profetas Elías y Eliseo resucitaron niños que
habían muerto. Pero para hacerlo tuvieron que rezar a Dios y, en el caso de
Eliseo, hacer una cantidad de gestos. Contrasta todo esto con el proceder de
Jesús, que por propia autoridad y sin gestos resucita a la niña muerta.
Estos dos milagros avanzan un paso más sobre lo que
se ha visto en los textos del evangelio que se han proclamado en domingos
anteriores. La forma en que el autor de los textos presenta a Jesús vuelve a
suscitar en los lectores la pregunta: ¿Quién es Jesús? Un hombre aparentemente
como los demás, oprimido por la multitud, y que sin embargo despliega un poder
que hace presentir que es una persona divina, porque purifica a los que la Ley
declara impuros, y porque puede dar la vida por propia autoridad, destacándose
por encima de los profetas.
Aun cuando estos dos milagros sean cosas
extraordinarias, se nos quiere mostrar que todavía pueden ser algo mucho más
extraordinario. Por eso la narración insiste en la palabra “fe” que es
relacionada con la palabra “salvación”.
En esos dos relatos tenemos que ver la verdadera
situación del hombre en el mundo, y lo que significa el encuentro con Jesús.
Dicho de otra forma se nos hace caer en la cuenta de que hay una manera más
correcta de hablar de la muerte que la que usamos habitualmente. Muchas veces,
o casi siempre, hablamos de los muertos y de los vivientes poniendo como punto
de referencia el sepulcro. Los que están sepultados son los muertos y los que
están fuera del cementerio son los vivientes. El Evangelio nos habla en otros
términos: muertos son los que han roto todas sus relaciones con Dios y con el
prójimo, aunque anden caminando por las calles o rodeados por la multitud. La
muerte es estar sumido en la tristeza, la vergüenza y el temor; es carecer de
libertad, es no tener ánimo para vivir, es no tener deseos de vivir... La
muerte también es la situación de los que por distintas razones están
marginados o discriminados, y se ven impedidos de participar de las condiciones
de vida de los demás.
La vida, en cambio, es mucho más que respirar, tener
pulsaciones o actividad cerebral. La vida es gozar de todo aquello que Dios
creó para los seres humanos: las relaciones de amor, la felicidad, el goce de
todas las cosas que están en el mundo... Vivir es poder realizarse en el mundo,
desarrollando las capacidades que Dios ha dado a cada uno. Los que viven son
los que están abiertos a la fe y al amor, son aquellos que extienden a su
alrededor vínculos de amor y de amistad, manifiestan alegría y confianza.
Para poder vivir de esta forma es necesario que el
ser humano esté en orden, es decir, que se sitúe correctamente en el lugar que
le corresponde con referencia a Dios, al prójimo y a toda la creación. Toda
desviación o desubicación será causa de los grandes desórdenes que conducen a
una vida fracasada, y finalmente a la muerte.
JESÚS ES LA VIDA
La muerte ya comienza en esta vida cuando se vive
sumergido en el pecado porque se rompen los vínculos con Dios y con el
prójimo. Esta muerte puede convertirse en eterna si el que la padece no se
convierte a Dios abriéndose a la fe y dando espacio al amor en su corazón
mientras todavía está en este mundo. Una vez llegada la muerte física, ya no
habrá más espacio para la conversión. Pero un ser humano también puede sufrir
la muerte durante esta vida cuando se ve privado de los bienes de la vida aun
sin culpa propia: cuando es marginado o discriminado, o no es acogido por la
comunidad, cuando es privado de la libertad o cuando carece de lo necesario
para la subsistencia...
Dios no quiere la muerte de los seres humanos. Lo
escuchamos en la primera lectura que se proclama en la Misa de este domingo.
Jesús ha venido a redimirnos para que no padezcamos ninguna de las formas de la
muerte ni caigamos en la muerte eterna. Él se hizo hombre, murió y resucitó por
nosotros para darnos la posibilidad de evitar esta perdición definitiva. La salvación
que nos trae Jesús no es solamente la promesa para la otra vida, sino que al
vencer la muerte, ha vencido también esta primera forma que es la que ya se
padece en este mundo. Esta salvación se manifiesta en que el hombre de fe
comienza a vivir en la alegría y en el amor, con confianza y sin temores ni
vergüenzas.
El que vive de esta manera, unido a Cristo, tiene la
promesa de que esa vida será eterna siempre que mantenga con fidelidad esa
unión con el Señor. Aunque tenga que morir físicamente, su muerte no será nada
más que un sueño, como la niña del relato evangélico.
No hay ningún hombre que tenga el poder suficiente
para hacer que todos los seres humanos pasen de la muerte a la vida. Es como el
caso de los médicos que atendían a la mujer enferma curada por Jesús, o como
el de las lloronas en casa de la niña hija del jefe de la sinagoga. Jesús es el
único que tiene poder sobre la muerte porque Él mismo es la Vida. Él dio su
vida para que todos tengan vida y la tengan en abundancia. Nos redimió para
que vivamos en una familia de hermanos, en la que Dios es el Padre de todos y
donde todos podamos vivir como hermanos compartiendo todos los bienes que Dios
ha puesto en el mundo para alegría de sus hijos. Y como en Él está la vida que
viene del Padre, es el único que puede darnos la vida que dura para siempre.
Algunos se han sumergido en la muerte por su propia
voluntad. Como dice en otro lugar el libro de la Sabiduría, "los impíos
llaman a la muerte con gestos y palabras: teniéndola por amiga, se desviven por
ella y han hecho con ella un pacto, porque son dignos de pertenecerle".
Pero aun en esos casos Jesús tiene poder para hacer pasar de la muerte a la
vida. Por más grandes que sean los pecados que tiene una persona, por más
vergonzosos que parezcan, por más enraizados y arraigados que se encuentren,
siempre pueden ser superados, vencidos, borrados, perdonados por Jesús. Él nos
lava y nos hace hijos de Dios en el bautismo, nos introduce en la familia de
Dios que es la Iglesia donde somos alimentados con el cuerpo y la sangre de
Cristo para que esa vida vaya creciendo, somos instruidos en la palabra de
Dios, somos reparados por la penitencia y recibimos los medios y las
oportunidades de desarrollar esa misma vida hasta que lleguemos a participar de
su plenitud en la eternidad.
Si vemos que la muerte reina a nuestro alrededor
porque no hay amor ni esperanza, porque no hay alegría ni confianza, no
desesperemos: Cristo ha vencido a esta muerte y puede aportar la vida. Si nos
encontramos apesadumbrados porque nos sentimos solos, tristes, sin amor y sin
confianza, si sentimos la vergüenza de nuestros pecados y el temor de que esta
muerte se convierta en eterna, volvámonos a Jesús: reconozcamos a nuestro
Salvador, tengamos fe y Él -a través de la Iglesia- nos dará la vida.