sábado, 15 de marzo de 2014

"Éste es mi Hijo amado, escúchenlo"



Domingo II de Cuaresma
Escuchemos a Jesús

Comentario del P. Luis H. Rivas

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 17, 1-9

Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado.
Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplan­decía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías hablan­do con Jesús.
Pedro dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quie­res, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo».
Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: «Levántense, no tengan miedo».
Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No hablen a nadie de esta visión, hasta que el hijo del hombre resucite de entre los muertos».

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Cada año, en el segundo domingo del tiempo de Cuaresma, la Iglesia proclama el Evangelio que relata esta escena que se conoce como "la transfiguración del Señor".
Lo que nos relata esta página del Evangelio es algo muy diferente a la mayoría de los hechos que se encuentran narra­dos en el resto del mismo. No es un hecho que puede haber sido presenciado por cualquier otro testigo, un hombre sin fe o algu­na persona que pasara por casualidad. El autor del texto nos dice que esto era una visión.
Las visiones son hechos muy especiales. Son experiencias religiosas que tienen algunas personas, en las cuales perciben realidades que no son de nuestro mundo, sino que vienen de Dios. El que tiene la visión -el vidente- percibe cosas que no se pueden describir con palabras humanas, porque como se ha dicho no se trata de cosas de este mundo. Por eso mismo al narrar sus experiencias siempre deben recurrir a comparacio­nes. Y también por eso mismo otras personas que ocasional­mente se encuentren junto con el que tiene la visión no verán nada de lo que él está viendo. Grandes místicos de la Iglesia explican que las visiones tienen lugar en el interior de las perso­nas, sin perder por esto la objetividad de las mismas.
La visión de los discípulos
El evangelio relata que Jesús eligió a tres de sus discípulos: a Pedro, a Santiago y a Juan. A estos los separó de la gente y los llevó a un lugar solitario. Estos mismos serán los elegidos para estar más cerca de Jesús en otro momento en que Él se aparte para rezar: la noche anterior a la pasión, cuando después de la cena fue a prepararse mientras esperaba que llegara Judas con los que venían a tomarlo preso.
No hay que olvidar la semejanza que hay entre las dos esce­nas, sobre todo teniendo en cuenta que la transfiguración que estamos comentando tiene lugar seis días después que anunciara a sus discípulos, por primera vez, que iba a padecer y morir.
Estos discípulos que han oído hablar de la pasión y la muerte del Señor se encuentran a solas con Jesús en un lugar apartado y tienen esta experiencia religiosa: Jesús cambia de aspecto ante ellos.
El rostro del Señor se les presenta como el sol radiante, las ropas tienen la apariencia de la luz, que brilla y no se puede tocar. Junto al Señor están dos personajes del pasado: Moisés, el primer legislador de Israel, y Elías, el más portentoso de los profetas. Los dos resumen las grandes divisiones de la Biblia hebrea: La Ley y los Profetas. También fueron Moisés y Elías los que ascendieron al monte Sinaí para hablar con Dios, así como en esta escena se encuentran sobre una alta montaña hablando con Jesús. Finalmente aparece una nube resplande­ciente que los cubre a todos, como la nube que envolvía la cum­bre del Sinaí cuando ascendió Moisés.
Jesús, brillando como el sol y como la luz sobre una montaña muy elevada, hablando en la nube con Moisés y con Elías, se presenta entonces como teniendo la gloria que manifestó el mis­mo Dios en el Antiguo Testamento.
Se advierte la intención del evangelista de establecer una relación entre lo que los discípulos vieron en esta visión y lo que verán después en la noche de la oración en el huerto de los Olivos. Este mismo Jesús, que a los ojos de todos es un hombre verdadero, capaz de sentir tristeza y angustia ante la pasión y la muerte, es el que a los ojos de la fe se revela como verdadero Dios, poseedor de una gloria igual al Padre, atestiguado por la Ley y los Profetas.
La voz del Padre
La descripción de la visión culmina cuando se oye desde la nube una voz que proclama a Jesús. Es la voz del Padre que pronuncia varias palabras tomadas del Antiguo Testamento: "Este es mi Hijo...". Son las palabras que suenan como las de un sal­mo en el que se canta la coronación del rey Mesías.
"El Amado en el que tengo mi predilección...". Palabras con las que en el libro de Isaías se presenta al misterioso Servidor de Dios que salvará al pueblo con sus padecimientos y su muerte, y llevará la salvación a todas las naciones de la tierra.
"¡Escúchenlo!". Es la orden que da Dios al pueblo cuando anuncia la venida de un profeta como Moisés. En estas pocas palabras, muy parecidas a las que se refieren en el relato del bautismo de Jesús, se condensa toda la esperanza de la Biblia sobre el Mesías de Dios: el rey hijo de David, glorioso y procla­mado hijo de Dios; el servidor sufriente que carga con los peca­dos de todos, y el profeta que trae la palabra de Dios que todos tienen que escuchar.
Contemplemos la visión
La lectura atenta del texto nos ha hecho ver que lo que el autor del evangelio nos relata no es una crónica que registra detalladamente lo que cualquier hombre podría haber visto si hubiera estado con Jesús y sus discípulos en la montaña. Más bien, por medio de comparaciones, simbolismos y palabras to­madas del Antiguo Testamento nos ha puesto ante los ojos, para que también nosotros lo contemplemos, a Jesús verdadero Dios y verdadero hombre, Mesías Rey y Mesías sufriente. La expe­riencia religiosa, la visión, que tuvieron los discípulos elegidos de aquella ocasión, tiene que ser ahora nuestra visión.
Si tomamos el libro de los evangelios y buscamos el texto que estamos comentando, podremos apreciar que los hechos vienen narrados con una pedagogía admirable: Jesús felicita a Pedro porque éste confiesa que Jesús es el Hijo de Dios; inme­diatamente después reprende a Pedro porque el mismo apóstol no quiere oír hablar de la pasión. Jesús anuncia su pasión y también invita a todos sus discípulos a seguirlo por el camino de la cruz. Después de esto, va a la montaña y se transfigura mos­trándose como el Hijo de Dios con gloria igual al Padre, en una escena que recuerda a la de la triste oración en el monte de los Olivos.
En primer lugar el autor del evangelio nos indica que no de­bemos disociar: el Jesús que padece la pasión es el Hijo de Dios. No nos escandalicemos al verlo sufrir. En segundo lugar nos enseña que para llegar a la gloria que Él nos quiere hacer com­partir, debemos compartir el camino de la cruz.
¿Qué significa seguir a Jesús por el camino de la cruz? Se trata de tomar el mismo camino difícil que Jesús tomó para redi­mir al mundo y llevar la salvación a todas las naciones. La tarea de instaurar el Reino de Dios podía ser entendida de muchas maneras. Así fue como Pedro no quería oír hablar de la pasión, y Santiago y Juan pretendieron tener tronos y dignidades (¡y los tres están ahora ante la visión!).
En la voz del Padre que resuena durante la visión se dice que este Jesús, Hijo de Dios glorioso, es el mismo servidor que tomó las cargas de todos hasta morir por todos. Seguir a Jesús por el camino de la cruz es entonces hacerse servidor de todos los demás. Este es el único camino que conduce a la gloria del Hijo de Dios.
El Padre nos ordena escuchar a este Jesús que nos promete la gloria celestial, pero siempre que sepamos ir con él por el camino del servicio a los hermanos y de la solidaridad con todos, especialmente con los más débiles y con los más pecadores.

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