Domingo
II de Cuaresma
Escuchemos a Jesús
Comentario del P. Luis H. Rivas
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 17, 1-9
Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan,
y los llevó aparte a un monte elevado.
Allí se transfiguró en presencia de ellos: su
rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz.
De pronto se les aparecieron Moisés y Elías hablando con Jesús.
Pedro dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien estamos aquí!
Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y
otra para Elías».
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa
los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: «Este es mi
Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo».
Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro
en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo:
«Levántense, no tengan miedo».
Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que
a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No hablen a nadie
de esta visión, hasta que el hijo del hombre resucite de entre los muertos».
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Cada año, en el segundo domingo del tiempo de Cuaresma, la Iglesia
proclama el Evangelio que relata esta escena que se conoce como "la
transfiguración del Señor".
Lo que nos relata esta página del Evangelio es algo muy diferente a la
mayoría de los hechos que se encuentran narrados en el resto del mismo. No es
un hecho que puede haber sido presenciado por cualquier otro testigo, un hombre
sin fe o alguna persona que pasara por casualidad. El autor del texto nos dice
que esto era una visión.
Las visiones son hechos muy especiales. Son experiencias religiosas
que tienen algunas personas, en las cuales perciben realidades que no son de
nuestro mundo, sino que vienen de Dios. El que tiene la visión -el vidente-
percibe cosas que no se pueden describir con palabras humanas, porque como se
ha dicho no se trata de cosas de este mundo. Por eso mismo al narrar sus
experiencias siempre deben recurrir a comparaciones. Y también por eso mismo
otras personas que ocasionalmente se encuentren junto con el que tiene la
visión no verán nada de lo que él está viendo. Grandes místicos de la Iglesia
explican que las visiones tienen lugar en el interior de las personas, sin
perder por esto la objetividad de las mismas.
La visión de los discípulos
El evangelio relata que Jesús eligió a tres de sus discípulos: a
Pedro, a Santiago y a Juan. A estos los separó de la gente y los llevó a un
lugar solitario. Estos mismos serán los elegidos para estar más cerca de Jesús
en otro momento en que Él se aparte para rezar: la noche anterior a la pasión,
cuando después de la cena fue a prepararse mientras esperaba que llegara Judas
con los que venían a tomarlo preso.
No hay que olvidar la semejanza que hay entre las dos escenas, sobre
todo teniendo en cuenta que la transfiguración que estamos comentando tiene
lugar seis días después que anunciara a sus discípulos, por primera vez, que
iba a padecer y morir.
Estos discípulos que han oído hablar de la pasión y la muerte del
Señor se encuentran a solas con Jesús en un lugar apartado y tienen esta
experiencia religiosa: Jesús cambia de aspecto ante ellos.
El rostro del Señor se les presenta como el sol radiante, las ropas
tienen la apariencia de la luz, que brilla y no se puede tocar. Junto al Señor
están dos personajes del pasado: Moisés, el primer legislador de Israel, y
Elías, el más portentoso de los profetas. Los dos resumen las grandes
divisiones de la Biblia hebrea: La Ley y los Profetas. También fueron Moisés y
Elías los que ascendieron al monte Sinaí para hablar con Dios, así como en esta
escena se encuentran sobre una alta montaña hablando con Jesús. Finalmente
aparece una nube resplandeciente que los cubre a todos, como la nube que
envolvía la cumbre del Sinaí cuando ascendió Moisés.
Jesús, brillando como el sol y como la luz sobre una montaña muy
elevada, hablando en la nube con Moisés y con Elías, se presenta entonces como
teniendo la gloria que manifestó el mismo Dios en el Antiguo Testamento.
Se advierte la intención del evangelista de establecer una relación
entre lo que los discípulos vieron en esta visión y lo que verán después en la
noche de la oración en el huerto de los Olivos. Este mismo Jesús, que a los
ojos de todos es un hombre verdadero, capaz de sentir tristeza y angustia ante
la pasión y la muerte, es el que a los ojos de la fe se revela como verdadero
Dios, poseedor de una gloria igual al Padre, atestiguado por la Ley y los
Profetas.
La voz del Padre
La descripción de la visión culmina cuando se oye desde la nube una
voz que proclama a Jesús. Es la voz del Padre que pronuncia varias palabras
tomadas del Antiguo Testamento: "Este es mi Hijo...". Son las
palabras que suenan como las de un salmo en el que se canta la coronación del
rey Mesías.
"El Amado en el que tengo mi predilección...". Palabras con
las que en el libro de Isaías se presenta al misterioso Servidor de Dios que
salvará al pueblo con sus padecimientos y su muerte, y llevará la salvación a
todas las naciones de la tierra.
"¡Escúchenlo!". Es la orden que da Dios al pueblo cuando
anuncia la venida de un profeta como Moisés. En estas pocas palabras, muy
parecidas a las que se refieren en el relato del bautismo de Jesús, se condensa
toda la esperanza de la Biblia sobre el Mesías de Dios: el rey hijo de David,
glorioso y proclamado hijo de Dios; el servidor sufriente que carga con los
pecados de todos, y el profeta que trae la palabra de Dios que todos tienen
que escuchar.
Contemplemos la visión
La lectura atenta del texto nos ha hecho ver que lo que el autor del
evangelio nos relata no es una crónica que registra detalladamente lo que
cualquier hombre podría haber visto si hubiera estado con Jesús y sus
discípulos en la montaña. Más bien, por medio de comparaciones, simbolismos y palabras
tomadas del Antiguo Testamento nos ha puesto ante los ojos, para que también
nosotros lo contemplemos, a Jesús verdadero Dios y verdadero hombre, Mesías Rey
y Mesías sufriente. La experiencia religiosa, la visión, que tuvieron los
discípulos elegidos de aquella ocasión, tiene que ser ahora nuestra visión.
Si tomamos el libro de los evangelios y buscamos el texto que estamos
comentando, podremos apreciar que los hechos vienen narrados con una pedagogía
admirable: Jesús felicita a Pedro porque éste confiesa que Jesús es el Hijo de
Dios; inmediatamente después reprende a Pedro porque el mismo apóstol no
quiere oír hablar de la pasión. Jesús anuncia su pasión y también invita a
todos sus discípulos a seguirlo por el camino de la cruz. Después de esto, va a
la montaña y se transfigura mostrándose como el Hijo de Dios con gloria igual
al Padre, en una escena que recuerda a la de la triste oración en el monte de
los Olivos.
En primer lugar el autor del evangelio nos indica que no debemos
disociar: el Jesús que padece la pasión es el Hijo de Dios. No nos
escandalicemos al verlo sufrir. En segundo lugar nos enseña que para llegar a
la gloria que Él nos quiere hacer compartir, debemos compartir el camino de la
cruz.
¿Qué significa seguir a Jesús por el camino de la cruz? Se trata de
tomar el mismo camino difícil que Jesús tomó para redimir al mundo y llevar la
salvación a todas las naciones. La tarea de instaurar el Reino de Dios podía
ser entendida de muchas maneras. Así fue como Pedro no quería oír hablar de la
pasión, y Santiago y Juan pretendieron tener tronos y dignidades (¡y los tres
están ahora ante la visión!).
En la voz del Padre que resuena durante la visión se dice que este
Jesús, Hijo de Dios glorioso, es el mismo servidor que tomó las cargas de todos
hasta morir por todos. Seguir a Jesús por el camino de la cruz es entonces
hacerse servidor de todos los demás. Este es el único camino que conduce a la
gloria del Hijo de Dios.
El Padre nos ordena escuchar a este Jesús que nos promete la gloria
celestial, pero siempre que sepamos ir con él por el camino del servicio a los
hermanos y de la solidaridad con todos, especialmente con los más débiles y con
los más pecadores.
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