sábado, 13 de septiembre de 2014

La exaltación de la Santa Cruz


"Que nadie se avergüence de los símbolos sagrados de nues­tra salvación, de la suma de todos los bienes, de aquello a que debemos la vida y el ser; llevemos más bien por todas partes, como una corona, la cruz de Cristo.

Todo, en efecto, se consuma entre nosotros por la cruz. Cuan­do nos regeneramos en el bautismo, allí está presente la cruz; cuando nos alimentamos de la mística comida; cuando se nos consagra ministros del altar; cuando se cumple cualquier otro misterio, siempre está allí este símbolo de victoria.

De ahí el fervor con que lo inscribimos y dibujamos sobre nuestras casas, sobre las paredes, sobre las ventanas, sobre nuestra frente y sobre el corazón. Porque éste es el signo de nuestra salvación, el signo de la libertad del género humano, el signo de la bondad del Señor para con nosotros: Porque como oveja fue llevado al matadero (Is 53, 7).

Cuando te signes, pues, considera todo el misterio de la cruz y apaga en ti la ira y todas las demás pasiones. Cuando te signes, llena tu frente de gran confianza, haz libre tu alma. Sabéis muy bien qué es lo que nos procura la libertad. De ahí que Pablo, para llevarnos a ello, quiero decir, a la libertad que nos conviene, nos llevó por el recuerdo de la cruz y de la sangre del Señor: Por precio -dice- fuisteis comprados. No os hagáis esclavos de los hombres (1Cor 7, 23). Considerad -quiere decir- el precio que se pagó por vosotros y no os haréis esclavos de ningún hombre. Y el Apóstol llama ‘precio’ a la cruz.

No basta hacer simplemente con el dedo la señal de la cruz, antes hay que grabarla con mucha fe en nuestro corazón. Si de este modo la grabas en tu frente, ninguno de los demonios impu­ros podrá permanecer cerca de ti, contemplando el cuchillo con que fue herido, contemplando la espada que le infligió el golpe mortal.

Porque si a nosotros nos estremece la vista de los lugares en que se ejecuta a los criminales, considerad qué sentirán el diablo y los demonios al contemplar el arma con que Cristo desbarató todo su poderío y cortó la cabeza del dragón".

San Juan Crisóstomo, Homilías sobre S. Mateo, LIV, 4.

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