sábado, 21 de junio de 2014

Corpus Christi


Solemnidad de Corpus Christi

Alimento para la eternidad

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 6, 51-58
Comentario del p. Luis Rivas
 

Dijo Jesús a los judíos:
«Yo soy el Pan vivo bajado del cielo. El que coma de este Pan vivirá eternamente, y el Pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo».
Los judíos discutían entre sí, diciendo: «¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?»
Jesús les respondió:
«Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes.
El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él.
Así como Yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el Pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este Pan vivirá eternamente».

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El Maná del desierto

El texto del Evangelio que se proclama en esta solemnidad está tomado del largo capítulo de san Juan en el que se relata la multiplicación de los panes y se reproduce el discurso que pronunció Jesús al día siguiente en la sinagoga de Cafarnaúm. Des­pués de la multiplicación de los panes la multitud cruzó el lago de Galilea y se reunió en la Sinagoga, donde los judíos se juntan para leer y explicar las Escrituras y para rezar. Por lo que sigue a continuación en el Evangelio, se supone que allí han leído una parte de la Biblia donde se relata cómo Dios alimentó milagro­samente a los israelitas durante el tiempo en que estuvieron en el desierto. Se dice en el libro del Éxodo que cuando estuvieron con hambre, el Señor les envió una comida que caía del cielo, llamada el maná. La primera lectura proclamada en la Misa de hoy, tomada de otro libro de la Biblia, alude al mismo alimento milagroso.

Los judíos preguntaron a Jesús sobre un Salmo de la Escritu­ra donde se refiere este hecho diciendo: "Les dio a comer el Pan del cielo". Tomando este texto como punto de partida, Je­sús los instruyó explicándoles que aquel pan que habían recibido en el desierto no era verdadero pan del cielo, ya que es un hecho conocido por todos que los que estuvieron con Moisés en el desierto murieron después de algún tiempo, así como también murió Moisés. Si el maná hubiera sido verdadero pan del cielo, les habría comunicado la vida eterna. Con estas explicaciones Jesús provocó un interrogante: ¿Entonces cuál es el verdadero Pan del cielo del que hablan las Escrituras?

El Evangelio proclamado en esta Misa contiene la última parte de la respuesta de Jesús. Son palabras que sorprenden y escan­dalizan a los oyentes: Quien distribuye el verdadero pan del cielo no es Moisés sino Dios, y el pan no es el maná sino el mismo Jesús: "Yo soy el Pan verdadero que ha bajado del cielo". Y si estas palabras inesperadas resultaban inaceptables para muchos, Jesús añadió: “El Pan... es mi carne”.

El Pan verdadero

Si por una parte los oyentes no podían aceptar que este Je­sús que ellos creían conocer se proclamara como Pan bajado del cielo, por otra parte les parecía totalmente fuera de lugar que Él dijera que había que comer su carne. ¿A quién no le produce repugnancia y horror el pensar en comer carne huma­na? Esto se agrava cuando Jesús añade que se debe beber su sangre. A los semitas en general, la idea de beber sangre les produce repugnancia. Mucho más si se trata de beber sangre humana. El Antiguo Testamento castigaba con la pena de muer­te a quienes comieran la carne con su sangre o simplemente bebieran sangre. Hasta el día de hoy los judíos comen la carne desangrada.

De las enseñanzas de Jesús surgen las respuestas a estas cuestiones que plantean los judíos. En primer lugar que Él es el Pan verdadero. Esto significa que todo otro pan, también el mi­lagroso que comieron los israelitas en el desierto, es una figura. El pan que comemos diariamente para saciar nuestra hambre y evitar la muerte es una figura de ese otro alimento que nos envía Dios para que saciemos el hambre de vida eterna y podamos vencer a la muerte para siempre.

Pero advirtamos que cuando utilizamos la palabra ‘Pan’ no nos estamos refiriendo sólo a esta sustancia alimenticia elabora­da con harina, sino que es un término común con el que se indica todo lo que el ser humano necesita para vivir. Si tenemos esto en cuenta, las palabras de Jesús resultan mucho más sorprenden­tes todavía.

Jesús viene desde el Padre y se ofrece a los hombres para que lo reciban por medio de la fe. Aquellos que se abren a Él y lo aceptan, creyendo en su Palabra y dejándose redimir, se alimentan de Jesús porque reciben de Él la vida que proviene del Padre, y que es la vida eterna, la que no tiene mezcla de mal ni puede conocer el límite de la muerte. Por esa razón Él es pan, y es verdadero pan porque comunica una vida que dura para siem­pre.

Cuando decimos vida eterna tenemos que recordar que no se trata de seguir viviendo largos y numerosos años como una continuación de la vida que ahora llevamos. La vida eterna es la vida total, es el poder alcanzar la totalidad de todos los bienes que ahora poseemos en pequeña medida: vida, alegría, amor, sabiduría. Y todo esto sin mezcla de ningún mal, sin envejeci­miento ni enfermedades, y sobre todo, sin el sombrío límite que impone la muerte. Por eso el pan de nuestra comida diaria es una figura: nos asegura la vida terrenal, nos concede un poco más de tiempo en este mundo, pero no nos puede dar de ninguna manera la vida eterna, es decir la vida total.

El Pan que es su carne

Para los oyentes de Jesús resultaba inaceptable que Él se presentara como un pan que alimenta con la vida eterna a quie­nes lo reciben por la fe. Jesús les explicó que Él también es pan de otra forma, porque tanto su carne como su sangre deben ser recibidas para poder tener la vida eterna. Los oyentes reciben estas palabras con horror. Ellos piensan que tienen que comer la carne de un cadáver y por eso no lo pueden admitir. Jesús les dice entonces que la carne y la sangre que Él ofrece como co­mida y bebida es la carne y la sangre del "Hijo del Hombre". "El Hijo del hombre" es el nombre con el que Jesús se designa a sí mismo cuando se refiere a su glorificación. Cuando dice que hay que comer la carne del "Hijo del hombre" quiere decir que se trata de recibirlo a Él en su condición glorificada. No es un cadáver, sino un cuerpo glorioso, que ya no puede padecer ni se puede corromper.

Su carne es verdadera comida y su sangre es verdadera be­bida. Toda otra comida y toda otra bebida es una figura. La comida y la bebida que Jesús ofrece son su carne y su sangre como carne y sangre de un viviente que vive porque recibe la vida eterna que es propia del Padre, y todo aquel que se alimen­te de la carne y de la sangre de Cristo se asegura esta vida eterna. Quien no los reciba no tendrá esta vida.

La Eucaristía

Estas palabras solamente se entienden cuando se tiene co­nocimiento y experiencia de lo que es recibir la Eucaristía. Al participar de este sacramento recibimos un pan que es verdaderamente carne y sangre de Cristo viviente.

Entre tantas cosas sorprendentes que tiene esta enseñanza de Jesús, nos llama la atención que diga que los que reciben su carne y su sangre tienen ya ahora la vida eterna. La vida eterna no es solamente promesa para el futuro. Y ya se ha dicho que vida eterna es participar de la vida que es propia de Dios. A los que comulgan se les ofrece ya desde ahora esa vida que vinien­do del Padre está en Cristo, y por lo tanto es un comienzo de la felicidad plena que se da en el cielo. El Pan de la Eucaristía comunica el amor de Dios, para que los creyentes que lo reci­ben sean capaces de dar la vida por los hermanos, como lo hizo el mismo Jesús.

Todos los que comulgamos nos unimos en un solo cuerpo con Jesús para poder vivir y amar como Él vive y ama. Lejos de encerrarnos en nosotros mismos, la comunión tiene que abrirnos para amar la vida y amar cada vez más a Dios y a nuestros hermanos. Amar de esa manera, hasta el heroísmo, puede pare­cer algo tan imposible como vivir ya en la felicidad del cielo a pesar de todas las tristezas y dolores que nos rodean. Pero toda esta incapacidad humana queda superada cuando oímos que Jesús no nos ofrece alimentos de este mundo, ni siquiera un pan mila­groso como el maná, sino el Pan verdadero que es su mismo cuerpo viviente, pleno de la vida de Dios.

La vida de los santos, el ejemplo de los mártires, e incluso nuestra propia experiencia cuando nos alimentamos frecuente­mente con la Sagrada Comunión, nos hacen ver cómo la débil creatura humana puede llegar a superarse a sí misma hasta rea­lizar lo que para los hombres es imposible: vencer el pecado para vivir en la santidad, destruir el egoísmo para entregarse generosamente a practicar el amor a los demás, vivir intensa­mente la alegría de la unión con Dios hasta el punto de no perder esta alegría ni siquiera en medio de los tormentos más crueles. Y si esta es la fuerza que nos comunica en este mundo el Pan verdadero, podemos estar seguros de que con ese Pan también estamos recibiendo la vida que dura para siempre.
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Imágenes de la Misa y Procesión en Jujuy




 
 
 
 
La Misa fue después del partido... no hubo tiempo para cambiarse...!

jueves, 5 de junio de 2014

Ven, Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida


Vigilia de Pentecostés
Comentarios de Mons. Luis Rivas

Manantiales de Agua Viva

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 7, 37-39
 
El último día de la fiesta de las Chozas, que era el más solemne, Jesús, poniéndose de pie, exclamó:
«El que tenga sed, venga a mí; y beba el que cree en mí».
Como dice la Escritura: «De sus entrañas brotarán manantiales de agua viva».
Él se refería al Espíritu que debían recibir los que creyeran en Él. Porque el Espíritu no había sido dado todavía, ya que Jesús aún no había sido glorificado.

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La fiesta de las Chozas (que se traduce también Tiendas, o Cabañas, o Tabernáculos), constituía la fiesta más alegre de las que se celebraban en el Templo de Jerusalén. Israel había modi­ficado y adaptado a su fe una fiesta pagana que originalmente se celebraba cuando terminaba la recolección de los frutos, al final del verano (que corresponde al principio de la primavera en nuestro país). En esas circunstancias, es comprensible que la gente estuviera viviendo fuera de sus casas, en rústicas chozas o carpas levantadas en los lugares donde recogían los frutos, y que el final de los trabajos se celebrara alegremente con cantos, bailes y otras exteriorizaciones menos santas. Dentro de ese marco se realizaba también el rito de derramar agua sobre la tierra invocando a los dioses para que concedieran la lluvia en tiempo oportuno.

Pero el pueblo judío la había transformado en una fiesta reli­giosa. La vida campestre en cabañas o carpas había recibido otro significado: recordaba los años que Israel pasó en el desierto viviendo en carpas antes de llegar a la tierra prometida. Era también una fiesta del Templo. Todos los israelitas concurrían al Templo durante los ocho días que duraba esta fiesta, en la que se destacaban la alegría y la luz. El Templo, y desde él toda la ciudad, quedaba muy iluminado durante toda la noche, y en sus atrios se bailaba. También se realizaba una solemne procesión hasta la piscina de Siloé para sacar agua que luego era derra­mada sobre el altar. Era un resabio de los ritos paganos, pero que se celebraba con un nuevo sentido acorde a la religión de Israel. De más está decir que el clero de Jerusalén no miraba con buenos ojos estas celebraciones -en las que se veía obliga­do a participar- porque significaban el triunfo de la religiosidad popular sobre la institucional.

En la actualidad es posible ver en algunas ciudades que du­rante los días de esta fiesta las familias judías construyen cho­zas con ramas en las terrazas y en los balcones, y se reúnen en ellas para tener sus actos religiosos y también para conversar o tomar mate.

El autor del evangelio indica con precisión que las palabras de Jesús que se transmiten en la lectura de hoy fueron pronun­ciadas en el último día de la fiesta, el más solemne de todos. Debemos ubicarnos entonces en el atrio del templo, en momen­tos en que pasa la procesión que va a la piscina de Siloé. El pueblo va con ramas de árboles y frutos en las manos, cantando el salmo: "Sacarán agua con alegría de las fuentes de la salva­ción...", mientras que el sumo sacerdote preside la procesión llevando un recipiente de oro que es llenado con agua en la fuente. Se vuelve después al templo y el agua es derramada sobre el altar. Si el gesto es igual al de los paganos, el sentido es muy diverso: se piden los bienes de la salvación simbolizados en el agua.

En ese contexto se ubica el grito de Jesús, que presentándo­se como la fuente, invita a beber de Él mismo. Llama a todos los que tienen sed, es decir a todos los que experimentan la necesi­dad de la salvación. La figura de la sed, que aquí se usa, es muy elocuente para quienes conocen el paisaje de oriente. Pense­mos en un terreno reseco, donde muy rara vez cae la lluvia, o en un viajero que se aventura a atravesar el desierto. En uno y otro caso la sed es sinónimo de muerte.

La condición del ser humano sin Cristo se puede resumir muy bien en la palabra "muerte". Esa es la situación en la que quedó Adán: "de polvo eres y al polvo volverás". Todo lo que ensombrece la historia de la humanidad siempre tiene que ver con la muerte.

A esto responde Jesús: Él ha venido para que todos tengan vida y la tengan en abundancia. Por eso invita a beber del Espí­ritu que brota de su cuerpo glorificado. El Espíritu es la vida de Dios, y de esa vida abundante y que no tiene fin podrán beber todos los humanos que crean que Jesucristo es el Hijo de Dios y se acerquen a Él. Al hablar de esta vida del Espíritu, que es la vida divina, se debe excluir todo aquello que pone límites, barre­ras y negaciones a la vida humana, como es el dolor, la enferme­dad, la miseria... Por eso Jesús dice que es "vida en abundancia".
Cuando llegue el momento de la muerte de Jesús, el evange­lista san Juan utilizará una palabra muy significativa para expresarlo. No dirá que murió, ni que expiró, sino recurrirá a un término que tiene distintos sentidos, como para decir todo a la vez: "entregó el espíritu". De esa forma el lector entiende que entregó su vida (en este caso en castellano escribimos "espíritu" con minúscula), y también que es el momento en que entrega el Espíritu Santo al mundo (en este otro caso lo escribimos con mayúscula). Inmediatamente después, el soldado golpeará el costado de Jesús con su lanza y de su herida brotará sangre y agua. Con esta imagen muestra al Señor como la fuente de la que brota el Espíritu Santo, cumpliendo lo que se había preanunciado en el evangelio que se lee en esta vigilia de Pente­costés.



Domingo de Pentecostés

El soplo que da la Vida

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 20, 19-23

 

Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por temor a los judíos. Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!»
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo:
«¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, Yo también los envío a ustedes».
 Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió:
«Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan».
 

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Tratemos de imaginar cómo se encontraban los discípulos de Jesús después de la crucifixión del Señor. El Evangelio de San Juan nos dice que estaban "con las puertas cerradas por te­mor". Tristeza, miedo, desorientación y duda serían algunas de las características más sobresalientes de ese primer domingo de Pascua.

La escena se transforma en un instante cuando aparece Je­sús resucitado: Él les da la paz y ellos se llenan de alegría. Para que no quede lugar a dudas les muestra las heridas de los clavos en sus manos y la abertura que ha dejado la lanza en su costado. La paz, la alegría y la seguridad son las primeras consecuencias de la presencia de Jesús.

Todo podía haber terminado ahí: una vez recuperada la tran­quilidad, quedarse todos juntos como buenos amigos celebrando la resurrección de Jesucristo y gozando de su compañía. Pero Jesús añade unas palabras que abren una nueva perspectiva a la vida de sus discípulos: "Como el Padre me envió, así los envío yo a ustedes". Los apóstoles no tienen que quedarse encerra­dos, sino que tienen que salir al mundo: para eso son enviados como el mismo Jesús fue enviado por el Padre.

Como ya se ha dicho en otro momento, la palabra ‘como’ que aparece en la frase de Jesús ("como el Padre me envió, yo los envío a ustedes"), tiene el sentido de una comparación y al mismo tiempo de una fundamentación: el acto por el que Jesús envía a los discípulos se produce porque el Padre lo ha enviado a Él. El Padre ha enviado a Jesús, y la fuerza de ese envío llega a todos los discípulos por medio de Jesús.

Jesús no era de este mundo, pero Dios, por el gran amor que tiene a los hombres, lo envió para que nos hiciera conocer al Padre y nos llevara hacia Él, para que nos liberara de la esclavitud del pecado y nos hiciera hijos de Dios, para que nos quitara el temor de la muerte y nos hiciera gozar de la vida eterna.

Jesús transmite ahora esa misma misión a sus discípulos. Es la misma misión originada en el mismo amor de Dios. Pero Cris­to pudo llevarla a cabo porque estaba unido con el Padre: Él dijo claramente: "Yo y el Padre somos uno". Jesús contaba con la vida y con la fuerza divina para realizar esta obra de salvar a los hombres. Los discípulos podrán decir: "Esta no es una obra que esté a nuestro alcance. No tenemos fuerzas suficientes".

Por esta razón Jesús sopló sobre ellos y dijo: "Reciban el Espíritu Santo". Cuando Dios creó al primer hombre, sopló so­bre él y de una estatua de barro se formó un hombre viviente. El soplo de Dios es vida, y puede vivificar un trozo de barro.

El Espíritu Santo

A estos discípulos débiles y frágiles como el barro, Jesús los transforma soplando sobre ellos la vida de Dios. El Espíritu San­to que ellos reciben en ese momento es uno solo con el Padre y con el Hijo: es una persona de la Trinidad y representa la Vida, la Fuerza, el Amor de Dios. Así como el Padre nos dio a su Hijo como Redentor, ahora entrega el Espíritu Santo para que dé vida, fuerza y amor a los creyentes.

El Espíritu Santo es dado para que actúen. Por eso, de todas las obras que tienen que realizar los discípulos enviados por Je­sús, en el Evangelio se menciona una sola que parece ser la que de ninguna manera puede ser llevada a cabo por un simple hom­bre, la de perdonar los pecados. "¿Quién puede perdonar los pecados, sino solamente Dios?", dijeron una vez aquellos hom­bres que oyeron a Jesús perdonando los pecados. Ahora Jesús les concede este poder a los hombres, lo que equivale a decir que les está otorgando el poder de hacer cosas que solamente pueden ser hechas por Dios. Y si algunos hombres pueden per­donar los pecados es porque han recibido este Espíritu Santo que es el mismo Dios.

El Espíritu de Dios, el Espíritu Santo que da vida al barro, es el único capaz de envolver a un pecador y convertirlo en un Santo. Cuando los hombres perdonamos a nuestros hermanos lo hacemos olvidando las ofensas o los delitos que los otros han cometido. En cambio cuando Dios perdona hace mucho más que olvidar: transforma al delincuente en un hombre justo, el fuego de Dios hace desaparecer totalmente el pecado cometi­do, es un nuevo acto de creación, es como comenzar a existir otra vez. Tenían razón los que decían: " ¿Quién puede perdonar los pecados sino solamente Dios?", porque los hombres que pueden perdonar los pecados lo hacen una vez que han recibido el Espíritu Santo, que actúa en estos hombres para que de distin­tas maneras perdonen los pecados administrando los Sacramen­tos y anunciando la palabra de Dios en la Iglesia.

Esos discípulos que unos momentos antes estaban encerra­dos, llenos de miedo, quedaron transformados al recibir el Espí­ritu Santo. Olvidaron el temor y la tristeza, y con valor y alegría salieron a cambiar el mundo anunciando el Evangelio por todas partes. Ni las amenazas, ni las cárceles, ni las torturas y el mar­tirio fueron suficientes para hacerlos callar porque hablaban y actuaban impulsados por el Espíritu Santo que es fuerza, vida y amor de Dios.

Envía, Señor, tu Espíritu

Si miramos a nuestro alrededor no será difícil descubrir que muchos viven como los discípulos de Jesús en los primeros días después de la crucifixión del Señor. Los discípulos habían sido testigos del juicio en el que Jesús fue condenado a muerte y ahora tenían miedo de que también a ellos les pudiera suceder lo mismo. Por eso no salen a la calle, no hablan en público, no se muestran ni se dan a conocer. En la actualidad ese mismo temor existe en muchos que se llaman cristianos. Algunos viven ence­rrados, temen las burlas o las falsas acusaciones, temen ser per­seguidos por vivir cristianamente, temen perder la seguridad que les da el vivir de acuerdo con un mundo que no se comporta conforme a la voluntad de Dios. Este temor les hace asumir actitudes contradictorias, opuestas al nombre de cristiano. Re­ducen su vida cristiana a todo lo que es oculto, a lo que se hace en el secreto del corazón o en la penumbra de una iglesia. Pero en la vida cotidiana nada hacen que los pueda hacer aparecer como discípulos de Jesús.

Otros viven sumergidos en la tristeza. Los acontecimientos de la vida, los sufrimientos personales, las noticias de lo que pasa en el mundo, los temores de lo que puede pasar en el futuro, tienen tanta fuerza que han logrado apagar en ellos la alegría cristiana. Siempre viven tristes, todo lo juzgan negativamente y el pesimismo parece ser la norma por la que se rigen para pen­sar, hablar y actuar.

Y por último están aquellos que viven totalmente desorienta­dos. Ante las circunstancias adversas que les ha tocado vivir o ante algún fracaso que se les ha presentado, ya no saben para donde mirar. Todo les parece oscuro y difícil, no encuentran el camino e ignoran el valor que puede tener la vida, el trabajo o cualquier otra cosa que tengan que realizar.

El temor, la tristeza y la desorientación se disipan con la pre­sencia de Cristo resucitado. El evangelio nos dice que los discí­pulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. El mismo Jesús les dijo por dos veces que les daba la paz, esa paz que significa tranquilidad, felicidad, plena posesión de todas las ben­diciones que Dios ha prometido a los hombres.

Pero sobre todo desaparece el temor, la tristeza y la des­orientación cuando Cristo otorga el Espíritu Santo. El soplo de Dios tiene tal fuerza que puede hacer desaparecer los temores, las tristezas y las desorientaciones de los hombres, y en su lugar crea seguridad, alegría, firmeza y decisión.

El barro que se transforma

Los que no se atreven a manifestarse como cristianos por­que tienen miedo al "qué dirán" o a las reacciones de los demás, aquellos que no se animan a asumir una actitud plenamente cristiana porque se sienten muy cómodos en su tibieza o en su pecado, los que no se atreven a sufrir por Cristo, tienen que pedir insistentemente que se les conceda la gracia de recibir el Espíri­tu Santo en esta fiesta de Pentecostés. El Espíritu Santo los llenará de una fuerza desconocida que los transformará como transformó a los Apóstoles.

También los tristes deben pedir la venida del Espíritu Santo porque así sentirán que su tristeza se convierte en alegría. El Espíritu Santo les hará ver que el dolor, el sufrimiento y la misma muerte no carecen de sentido para un cristiano. Cuando Jesús se manifestó resucitado a sus discípulos les mostró ante todo las llagas de sus manos y la herida del costado: a partir de ese mo­mento los discípulos comprendieron que lo que ellos habían in­terpretado como un fracaso, ante los ojos de Dios era un triunfo; que los dolores y la muerte son como un camino por el cual Dios nos hace ir hacia la gloria de la resurrección. Si para los hom­bres sin fe el dolor carece de sentido, para quien cree en la resurrección de Jesús los sufrimientos tienen valor porque se unen a los de Cristo en la cruz. El dolor no desaparece, pero adquiere un sentido. Dicho de otra forma, el cristiano no puede pensar en el sufrimiento sin pensar al mismo tiempo en la gloria y la alegría de la resurrección. Y esto mismo es lo que hace encontrar el rumbo a los desorientados.

Enviados como Jesús

El soplo de Dios es capaz de transformar una estatua de polvo en un hombre viviente, puede cambiar a los débiles y te­merosos discípulos en ardientes e intrépidos misioneros que llegan a derramar su propia sangre por anunciar el Evangelio. El Espíritu Santo provoca en nosotros un nuevo nacimiento hacién­donos nacer como hijos de Dios; se puede decir que recibir el Espíritu Santo es como ser creados de nuevo.

El Espíritu Santo nos hace hijos de Dios y al mismo tiempo nos hace tomar conciencia de nuestra condición de hijos. Es el mismo Espíritu el que en nuestro interior nos mueve para que recemos y podamos invocar a Dios como Padre. El Espíritu Santo enriquece nuestra vida, nos hace valorar nuestro trabajo, nos hace tomar en consideración la vida de los demás.

Si el Espíritu Santo nos da una nueva vida esto significa que nos da también un nuevo dinamismo. Al recibir al Espíritu nos comprometemos en la misma misión de Cristo: así como el Pa­dre lo envió a Él, ahora somos enviados nosotros. El amor de Dios nos impulsa por medio del Espíritu para que salgamos a transformar el mundo.

Todo lo que el Espíritu Santo hizo en el grupo de los Apósto­les, ahora lo vuelve a realizar en nosotros, y a través de nosotros lo quiere hacer en todo el mundo. A un mundo envejecido, des­ilusionado y triste hay que llevarle la presencia del Espíritu San­to para que lo rejuvenezca, le dé nueva fuerza y alegría. Pero para eso hacen falta apóstoles dinámicos y valientes, testigos de Cristo que vivan bajo la fuerza del Espíritu, y no estatuas de barro que se deshagan ante la primera contrariedad.

El Espíritu y nuestra misión

La donación del Espíritu Santo no se limita al momento en que lo recibieron los apóstoles en la tarde del primer domingo de resurrección. Jesús sigue entregando el Espíritu a su Iglesia, y este Espíritu hace que los cristianos lleguen a ser testigos. La fuerza del Espíritu obra en los hombres y les hace experimentar el amor del Padre expresado en Cristo, para que todos puedan hablar de lo que "han visto y oído", y actúen como verdaderos testigos y no como repetidores de cosas aprendidas en los libros o dichas por otros.

El Espíritu Santo actúa en los cristianos para hacerlos verda­deros evangelizadores, y también despliega su fuerza en la Igle­sia y en sus ministros para que mediante los sacramentos pue­dan hacer renacer a los hombres a la vida divina y alimenten y acrecienten esa misma vida.

Finalmente, la presencia del Espíritu que une con Cristo y con el Padre es la que mantiene unidos a los cristianos en una sola Iglesia y la que da impulsos a los que están separados para que busquen la unidad.

La fiesta de Pentecostés nos llama a reunirnos en torno a Jesús para que le pidamos insistentemente el Espíritu Santo. Pi­damos el Espíritu Santo que nos capacite para ser evangelizadores, viviendo la vida de hijos de Dios y acompañan­do a los demás hombres para que lleguen a ser participantes de esa misma vida. Esto es lo que hizo Jesús y nos dejó como tarea a los cristianos. "Harán las mismas obras que yo he hecho, y las harán también mayores" dijo el Señor.

Pidamos el Espíritu Santo que nos una con Dios y también entre nosotros. Pidamos el Espíritu que haga cesar todas las divisiones entre los hijos de Dios. El Espíritu es el que da la unidad, y tenemos que disponernos para recibirla. Pidamos el Espíritu que reavive cada día más el ímpetu misionero de la Igle­sia, para que todos los hombres puedan llegar a ser hijos de Dios.
¡Que el Espíritu Santo descienda abundantemente sobre toda la Iglesia para que no desfallezca en su misión de llevar una nueva vida al mundo entero!

martes, 3 de junio de 2014

Construir la paz es difícil, pero vivir sin paz es un tormento




El Papa Francisco invitó a “su casa” a los presidentes del Estado de Israel y del Estado Palestino, con quienes tendrá un encuentro de oración por la paz, el 8 de junio próximo en Roma.
Francisco ha pedido a la Iglesia que elevemos oraciones por este encuentro sin precedentes, que ha concitado la atención de la opinión pública mundial. Es una oportunidad especial de oración, de reflexión y de evangelización.
Concretamente, se invita a todas las personas de buena voluntad de todo el mundo a que el viernes 6 de junio se detengan a las 13, en donde estén, para inclinar su cabeza y rezar una oración, cada uno según su tradición. Si dos o tres estuvieran juntos, mejor. Los sacerdotes en ese momento saldrían de sus iglesias a la calle y rezarían junto a la gente de paso por la paz, respondiendo así al pedido de nuestro querido Papa. Cada uno en su lugar, en el trabajo, en el barrio, en la familia, en la escuela, en la universidad.
Tratándose del día viernes, pasado el mediodía, la invitación a orar es también coincidente con las preces que los fieles judíos y los musulmanes elevan a Dios ese día.
En Jujuy, los sacerdotes estaremos en Tilcara, reunidos el Presbiterio con el Obispo Daniel Fernández, en donde rezaremos juntos según esta intención.