lunes, 30 de marzo de 2015

Fui una mujer golpeada, dije basta y empecé de nuevo

Quien lo dice es Esther Díaz, filósofa.
Cuando yo estaba comenzando los estudios en Psicología, una materia de la carrera, que trataba sobre los fundamentos del conocimiento científico, y además, acerca de la diferencia epistemo-metodológica entre las ciencias naturales y las ciencias sociales, me acercó el primer texto de Esther Díaz.  Me dio una luz impresionante.  Años más tarde participé en una conferencia suya: me asombró que la luz ambiental era muy poca, pero, viviendo en Argentina y más aún en una provincia lejos, muy lejos de Buenos Aires, ya comenzaba a naturalizar la situación.  Nada que ver: Esther Díaz acompañaba su ponencia con una presentación perfectamente sincronizada con su discurso, de tal forma que uno escuchaba sus palabras, veía imágenes y además percibía melodías. Y además se daba el lujo para hacer comentarios... todo, repito, en una perfecta sincronía. Jamás imaginé que detrás de esta mujer digna y brillante encontrara esta historia. 
Sin embargo, no es la única.  Conozco otra mujer que, también digna y brillante, ha superado el terrible acoso de quien fuera su esposo psicópata y hoy continúa luchando día a día sosteniendo sus hijas, su salud, su casa, dándose a los demás, y además, sirviendo al Señor Jesús.  Y seguramente debe haber muchas historias silenciosas con distintas suertes. Quiero compartir con ustedes este testimonio, esta nota, para que tomemos conciencia de que la violencia no sólo existe, sino que está escondida y agazapada detrás de muchos "gentelmans", simpáticos, agradables fuera de casa... y por dentro un verdadero demonio.  Bendiciones para todos, p. Luis
Esta nota -con la foto- fue publicada en el diario Clarín, al que hace referencia el enlace: http://www.clarin.com/sociedad/mundos-intimos/Esther_Diaz-mujeres_golpeadas_0_1328867255.htm
Ese borracho enfurecido que superaba ampliamente mis fuerzas, peso y altura me tenía a su merced. No podía creer que eso me estuviera sucediendo. Mi marido -el padre de mis hijos- me estaba propinando una paliza feroz ¿Cómo llegué a esa abyección? ¿Qué posibilitó que una chica de barrio de condición humilde pero trabajadora y con inusuales aspiraciones intelectuales fuera víctima de semejante violencia?
Retrocedamos en el tiempo. Noche estrellada. Abrazaba mis piernas desnudas y en las rodillas apoyaba el mentón. Los ojos clavados en el cielo, la cabeza inclinada hacia atrás, mi cuerpo semejaba un ovillo contemplativo acurrucado sobre las baldosas amarillas de la casa chorizo. Tenía cuatro años, me desvelaban los misterios del universo. Pero no hallaba respuestas. Mi papá, en la década infame, había sido un chico de la calle, canillita. Nunca fue al colegio, mi mamá llegó hasta segundo grado. Tuvieron tres hijas yo soy la del medio; la que escribía poesías y recibía indiferencia.
A mis cinco años mi padre le tiró un cuchillo a mi hermanita de nueve. La llevaron al médico y dijeron que la agresora había sido yo. La violencia y la falsa acusación hicieron tartamudear mi vida. Si quienes debían protegerme me culpabilizaban falsamente ya no podía confiar. Resolví arreglarme sola. Por eso cuando leí en Mundo infantil que aceptaban colaboraciones, sin decir nada a nadie mandé un dibujo. Lo publicaron, corrió la misma suerte que mis poesías.
También por mi cuenta estudié un verano y rendí segundo grado libre. Quería llegar lo más pronto posible al secundario, pero no me permitieron cursarlo. En mi familia "estudianta" era equivalente a puta. El imperativo era ser esposa y madre. Como reacción a mi resistencia me mandaron a aprender bordado a máquina. Me atravesé un dedo con la aguja mecánica. En el taller cuchicheaban que era tonta. Lágrima y sangre sobre el bastidor. Aún no había cumplido doce años. A los diecisiete intenté zafar siendo monja de clausura. Me postulé en laAbadía Santa Escolástica de Victoria. Fue en vano, el frío de los claustros y la constatación de que las monjas tampoco estudiaban me hicieron volver con la frente marchita.
Me sometí al mandato patriarcal (si hubiera sido varón me habrían dejado estudiar) y me casé con Guillermo, el más buen mozo y, ¡quién hubiera imaginado!, el menos trabajador. Tan bien puesto e impecable con su bigotito a lo Clark Gable en Lo que el viento se llevó. Sin embargo en el noviazgo recibí humillaciones y maltrato verbal, pero caí en la tilinguería de creer que el casamiento mejoraría las cosas.
Luna de hiel. Acusaciones delirantes de golpeador en ciernes alternadas con seducciones irresistibles. Era cajero en un comercio. Cuando regresábamos de la maternidad con nuestro hijo recién nacido nos esperaba la policía. Mi marido había sustraído dinero de la caja.Consternada y con mi bebé en brazos visitaba al preso. Estuvo pocos días pero nunca volvió a tener un empleo fijo. Para mantener la casa puse un biombo en la cocina e instalé una peluquería. Un año después nació nuestra hija.
La relación se enrarecía. Un día lo acompañé al médico y por primera vez -al verlo por escrito- caí en la cuenta de lo grave del asunto. El diagnóstico decía "alcohólico". Comprendí por qué los ataques de iraacontecían después de almuerzo o cena (al principio tomaba solamente en las comidas).
En una oportunidad, en un asado familiar, dije algo que no le gustó y me cacheteó. Todos fuimos cómplices, hicimos como que no había pasado nada. Ni me planteaba separarme, un poco por moralina católica otro poco por metejón. Creí que el psicoanálisis ayudaría. Supe después que el dinero que le daba para las sesiones lo gastaba en whisky.
Instaló un criadero de pollos. Nos mudamos a una construcción de madera a dos cuadras de un río. Para ir a trabajar (mi peluquería en Ituzaingó ya funcionaba en un local) tenía que recorrer veinte cuadras de tierra y al llegar al asfalto tomar un colectivo. Los chicos quedaban al cuidado de una lugareña. Cuando subía el río poníamos los pollitos bebés en cajas sobre los techos de los roperos. Una viscosidad con olor a podrido trepaba hacia la cama y una culebra esmeralda centelleaba en el agua amarronada. Los pollos grandes chillaban. Están manipulados tecnológicamente, comen las veinticuatro horas, son caníbales. Si alguno se lastima los demás lo devoran por el ano. El ambiente preanunciaba violencia.
En mi matrimonio los silencios embarazados de reproches se rompían estrepitosamente. Éramos compinches en cambio hablando de los hijos. ¿Otros diálogos? Eventualmente por las mañanas, antes del alcohol,destellaban vestigios de la antigua llama, si bien con el paso de las horas devenía ceniza.
A veces me pregunto -y lo he escrito, y lo he publicado y así y todo no encuentro respuesta- quién era esa mujer que debía competir con los pollos en una casilla. ¿Dónde estaba yo?, ¿dónde mi avidez de saber?,¿por qué me sometí? Dejé de tocar el piano, me embrutecí, engordé. Un muchacho del barrio me dijo azorado que no podía creer que fuera yo; aquella chica armoniosa de ojos verdes que ya no lucían en mi rostro abotagado.
Una noche, cuando bajé del colectivo no había nadie. Comencé a caminar hacia el río y escuché que el colectivero me llamaba. Apuré el paso. De pronto me vi iluminada por los focos que avanzaban detrás de mí. El colectivo arremetió por el sendero de tierra. No encontraba dónde ocultarme. Salí corriendo por el campo como alma que se lleva el diablo hasta que me frenó una zanja insalvable. El colectivero detuvo el vehículo justo en el lugar de mi estampida. Se bajó, comenzó a buscarme.
Hecha un ovillo -como de chiquita cuando miraba las estrellas- me agazapé detrás de unas matas. Una ametralladora latía en mi corazón. El acosador gritaba "¡Vení turrita, vení que estás caliente!". De pronto se desorientó. Poco después dio media vuelta como de mala gana y echó a andar sobre sus pasos. Aunque vi que el colectivo regresó al asfalto, tardé en salir del escondrijo, temía una trampa.
Cuando mi marido escuchó el relato montó en cólera. Seguro que yo me habría insinuado, de lo contrario el colectivero no hubiera actuado así. Intempestivamente comenzó a golpearme. Intenté encerrarme en el baño. Le dio un empellón a la puerta y el cerrojo voló por el aire. Me tomó de los cabellos y estrellaba mi cara contra los azulejos. Escuché el crujido de un huesito de la nariz. El rostro se desgranaba, me faltaba el aire.
No me entiendo a mí misma, pues a pesar de las borracheras, la cachetada y los exabruptos no temí que pudiera atacarme como una fiera. ¿Cómo terminó la violencia esa noche? Un manto de olvido cubre lo que sucedió entre la golpiza y la mañana siguiente. Me levanté sigilosa y me fui mientras todos dormían. Al dolor físico lo mitigué con calmantes, ya no sangraba y podía caminar lentamente. El bochorno de exponerme era más grande que el malestar, decidí no buscar asistencia médica. Muchos años después una radiografía reveló que la quebradura sigue adentro de mi nariz.
Aunque temía la reacción de Guillermo fui a la comisaría, pero no llegó a enterarse. También ahí me culpabilizaron. No me tomaron la denuncia y me desnudaron con sus miradas sobradoras. Recurrí a mi mamá, pero cuando reconoció que esa deformación sanguinolenta era yo, me dijo secamente que hacía tiempo que me la estaba buscando, giró hacia la mesada de la cocina y siguió pelando papas.
Que el resto de mi familia me haya retirado el saludo no es un detalle menor. Las marcas de la violencia en mi cuerpo me convertían en sospechosa. Tiempo después leyendo Si esto es un hombre dePrimo Levi me identifiqué con la idea de que la ignominia (en su caso respecto de los campos de exterminio) contamina la inocencia de las víctimas. También yo en ese oscuro capítulo de mi vida me sentía deleznable.
Volví al criadero. Mis hijos eran chiquitos, no cuestionaron mis excusas por los moretones. Guillermo me esperaba culposo, amoroso, reparador. Me avergüenza reconocer que seguí conviviendo varios meses. Hubo otra agresión física, pero incruenta. Un día, en medio de una discusión,me agarró de los pelos y me arrastró por el piso (me sentía una cavernícola). Extraña relación la de esta pareja con las cabelleras femeninas.
En una reunión campestre -casi un año después de la zurra- Guillermo sorpresivamente le estampó un chupón en el cuello a una amiga. Atravesó así el límite de lo soportable. Al otro día me fui del criadero con los chicos y nos instalamos en el fondo de la peluquería. Únicamente con lo puesto. No me importó perder vajilla, muebles y ropa. La esperanza de encontrar otra forma de vida se fabricó un lecho en algún lugar de mi ser.
La indignación era más fuerte que el miedo. Comencé los trámites de divorcio. Pero Guillermo no me lo quería conceder. A la larga aceptó a condición de pasar una noche conmigo. Temí pero arriesgué. Me prostituí con el golpeador y logré mi libertad, aunque no mi paz. Me parecía que su sombra acechaba en cada esquina. Mucho después murió, ya no representaba nada para mí. Aquella experiencia fue el estiércol que abonó la tierra de la que resurgió mi proyecto originario: adquirir una formación sólida.
Me había casado a los veinte años con el primer hombre de mi vida. Fue el único que me maltrató. Después del divorcio comencé el bachillerato. De día trabajaba en la peluquería, de noche viajaba al Liceo de Señoritas N°7 donde liquidé en dos años el secundario de cinco. Para ingresar en Filosofía y Letras de la UBA había que aprobar un examen riguroso, ¿cómo lograrlo careciendo de capital intelectual? Estudié y estudié. Cuando publicaron las notas y leí mi nombre entre los que habían ingresado un tenue terremoto estremeció mi cuerpo. Fue el día más feliz de mi vida. Tenía veintinueve años.
¡Chau peluquería! Trabajé de oficinista y me mudé a San Telmo con mis hijos. En cuatro años (seguía recuperando tiempo) me gradué en filosofía. Pero el país entraba en caos. Con el avance de los militares sobre la Universidad guardé el título y mantuve mi hogar vendiendo tiza en los colegios. Al regresar la democracia me nombraron profesora titular en el CBC de la UBA y volví a la Facultad de Filosofía por mi posgrado. Me doctoré a los cincuenta años. Hubo un comienzo nuevo que me permitió llegar a ser aquello que me había propuesto ser.
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Esther Díaz. De peluquera a filósofa. Este ha sido el recorrido vital de una de las ensayistas más interesantes de la Argentina. Siempre había querido estudiar pero su familia no la dejó ir más allá del primario. Se ganó la vida con su habilidad para los peinados y como oficinista hasta que se graduó en filosofía (años más tarde consiguió su doctorado). Ha sido profesora titular en la UBA y en la Universidad de Lanús, además de investigadora. Dictó varios cursos de posgrado y publicó libros sobre el pensamiento de Michel Foucault y de Gilles Deleuze. Un lugar importante ocupa su obra “La sexualidad y el poder”. Esther es invitada, a menudo, como conferencista por universidades extranjeras.

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