miércoles, 24 de noviembre de 2010

¡Ven, Señor Jesús!

¡Ven, Señor!

El Año Litúrgico nos conduce de una manera simbólica y pedagógica, al encuentro salvífico con nuestro Dios.

Es simbólica porque va más allá de nuestra manera racional y lógica de conocer, aprender, juzgar, vivir… Le bastan los signos para hacernos captar, vivir y dejarnos poseer por una realidad tan profunda que escapa a la explicación lógica. ¿No hace esto también el arte: la poesía, la música, la pintura…? Las realidades más profundas, que a la vez vivimos y anhelamos: el amor, el perdón, la misericordia, la comunión con los demás, el sentido de la esperanza… ¿acaso no son realidades cotidianas, tanto por su presencia como por su urgente necesidad? Y estas realidades las captamos y vivimos mucho más de una manera simbólica que de una manera racional: una carta, un abrazo, una mirada, un beso, una canción, las lágrimas, lo que nos impulsa a entregarnos en la búsqueda del bien…

El Año Litúrgico también es pedagógico porque nos enseña acerca de estos misterios mismos de la vida, pero con una gran particularidad: es la Sabiduría de Dios quien nos enseña, a la manera de Jesús de Nazareth. Y es una enseñanza que apunta no sólo al conocimiento, sino a toda la vida, podríamos decir al corazón.

Pero se trata de unos símbolos y signos que son sagrados. Se trata de una pedagogía divina, de una enseñanza única, nueva, especial, que nos revela un gran misterio y nos introduce dentro de ese misterio, como un bebé vive dentro del seno materno, viviendo por la vida de la madre. Y también se trata de una pedagogía humana, porque está celebrada, vivida por nosotros mismos.

El Año Litúrgico entonces, nos revela de una manera profunda el sentido de la existencia misma necesitada y orientada hacia el Amor de Dios manifestado en Cristo el Señor; nos hace presente la historia de la Salvación, permitiéndonos participar de la misma en este tiempo que vivimos, en el que encontramos al Cristo Viviente que nos salvó, nos salva hoy y es Salvación para todos.

Cuando esa enseñanza simbólica está orientada por la fe, la esperanza y la caridad, cuando es una enseñanza destinada a vivir los misterios sacramentales a través de la Liturgia, cuando en verdad nos introduce en el Misterio del Amor de Dios y nos impulsa a la conversión permanente e integral, entonces estamos ante lo que la Iglesia llama Mistagogía. Por eso, el año Litúrgico debe ser mistagógico: conducirnos, enseñarnos, hacernos vivir y participar a través de los signos litúrgicos el Amor Salvador de Dios.

¿Y el Adviento qué nos enseña?

El tiempo de Adviento es el tiempo de la esperanza: nos enseña a esperar.

¡Cuánta angustia tenemos cuando nos desborda la impaciencia! Es hora que atendamos a este signo interior que se manifiesta en nuestra conducta y nos revela una herida profunda en el corazón.

Pidamos luz al Señor para que nos revele la raíz de la impaciencia que quizá resida en alguna herida de abandono, indiferencia, frustración, etc, y que tal vez tenga muchos años... Y si nos muestra, es porque quiere sanar. Con mucha confianza pongámonos a merced de su Amor.

El Adviento también nos enseña que el misterio del corazón del hombre necesita de procesos para madurar y dar frutos.

En este proceso nos acompaña el Señor. En contracorriente del mundo de lo descartable, pragmático e inmediato, el Reino que anhelamos que venga plenamente se realiza a través de procesos, muchas veces dolorosos y lentos, pero con frutos duraderos y estables.

Busquemos en la oración de fidelidad estos frutos de vida que el Señor viene a regalarnos en este tiempo tan especial.

El Adviento nos revela que estamos orientados hacia la Luz y no hacia las tinieblas, nos anima a estar despiertos y preparados porque Cristo vino, viene y vendrá por nosotros, para nosotros.

Nos enseña a imitar la paciencia de aquellos santos de los que nos habla la Biblia, que esperaron contra toda esperanza y llegaron a ver colmada, saciada y superada su expectativa de salvación a través de Cristo el Señor.

Abramos nuestros sentidos de la fe para captar, vivir y ser sanados en este tiempo, porque es grande la meta que nos espera, es arduo el camino y mucho lo que nos queda por recorrer. Y nuestra esperanza no quedará defraudada, porque el Amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.


Bendito sea el Señor, Dios de Israel,
porque ha visitado y redimido a su pueblo.
suscitándonos una fuerza de salvación
en la casa de David, su siervo,
según lo había predicho desde antiguo
por boca de sus santos profetas:

Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos
y de la mano de todos los que nos odian;
ha realizado así la misericordia que tuvo con nuestros padres,
recordando su santa alianza
y el juramento que juró a nuestro padre Abraham.

Para concedernos que, libres de temor,
arrancados de la mano de los enemigos,
le sirvamos con santidad y justicia,
en su presencia, todos nuestros días.

Y a ti, niño, te llamarán Profeta del Altísimo,
porque irás delante del Señor
a preparar sus caminos,
anunciando a su pueblo la salvación,
el perdón de sus pecados.

Por la entrañable misericordia de nuestro Dios,
nos visitará el sol que nace de lo alto,
para iluminar a los que viven en tiniebla
y en sombra de muerte,
para guiar nuestros pasos
por el camino de la paz.

P. Luis Bruno

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