miércoles, 27 de junio de 2012

VE EN PAZ, TU FE TE HA SALVADO


Domingo XIII del Tiempo Ordinario

Los rostros de la muerte
Comentarios del pbro. Luis H. Rivas
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 5, 21-43



Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y Él se quedó junto al mar. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se sane y viva». Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados.

Se encontraba allí una mujer que desde hacía doce años padecía de hemorragias. Había sufrido mucho en manos de numerosos médicos y gastado todos sus bienes sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor. Como había oído hablar de Jesús, se le acercó por detrás, entre la multitud, y tocó su manto, porque pensaba: «Con sólo tocar su manto quedaré sanada». Inmediatamente cesó la hemorragia, y ella sintió en su cuerpo que estaba sanada de su mal.

Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de Él, se dio vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó: «¿Quién tocó mi manto?»

Sus discípulos le dijeron: «¿Ves que la gente te aprieta por todas partes y preguntas quién te ha tocado?» Pero Él seguía mirando a su alrededor, para ver quién había sido.

Entonces la mujer, muy asustada y temblando, porque sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a sus pies y le confesó toda la verdad.

Jesús le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda sanada de tu enfermedad».

Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: «Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?» Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas, basta que creas». Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga.

Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba. Al entrar, les dijo: «¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme». Y se burlaban de Él.

Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con Él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: «Talitá kum», que significa: «¡Niña, Yo te lo ordeno, levántate!» En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y Él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que dieran de comer a la niña.



*****

El evangelio nos relata dos milagros de Jesús estrechamente relacionados: mientras Jesús iba caminando hacia la casa de Jairo para resucitar a su hija, curó a una mujer que se ocultaba en medio de la multitud. Posiblemente se trata de dos relatos independientes que en algún estadio muy primitivo de la tradi­ción se unieron y así fueron reproducidos por el Evangelista. Algunos detalles se repiten como para que los lectores advier­tan que ambos milagros tienen mucho que ver entre sí. Las dos personas curadas son mujeres, aunque de diferente edad; en los dos casos se habla de doce años; en las dos veces se habla de temor, así como también de fe y de salvación. Finalmente los dos milagros se producen "inmediatamente' y las personas fa­vorecidas continúan su vida normal. Leyendo el texto con aten­ción se pueden descubrir otras coincidencias.

Estos dos relatos de milagros pertenecen a la serie mencio­nada domingos anteriores, en la que el autor ha elaborado un hecho de Jesús haciendo referencias a textos del Antiguo Testamento para mostrar la superioridad de Jesús sobre las figuras de la primera parte de la Biblia.

LAS DOS ENFERMAS

La mujer enferma, así como es representada en el relato del evangelio, padece hemorragias. Para una mujer judía del tiempo de Jesús esto es algo muy vergonzoso, además de penoso. Esta clase de enfermedades no solamente hacia sufrir sino que ade­más tenía consecuencias sociales y religiosas. Las mujeres así enfermas eran consideradas "impuras"; por lo tanto no podían estar en contacto con las demás personas y debían mantenerse alejadas del culto: no se las admitía en los actos religiosos. En cierta manera eran tratadas de una forma semejante a los leprosos. Esto explica que la enferma del relato se escondiera entre la gente buscando permanecer oculta y sintiera vergüenza ante Jesús y los demás que lo acompañaban.

¿Se podría decir que era vida lo que estas pobres mujeres llevaban? En realidad se encontraban como muertas en vida; debían estar siempre alejadas de todos, ocultas y sobrellevando la pena de su enfermedad, como si se tratara de algo vergonzo­so o de una culpa de la que ellas eran responsables.

La niña, por su parte, está gravemente enferma pero no se indica la naturaleza de su mal. Cuando vienen a buscar a Jesús se dice que está en los últimos momentos, e instantes después se anuncia su muerte. Los vecinos y las lloronas se congregan inmediatamente y dan comienzo a los tradicionales ritos fúne­bres.

Los muertos también eran considerados como "impuros". Los que tocaban un cadáver no podían participar en los actos religiosos si antes no se sometían a las ceremonias destinadas a "purificar". Los mismos muertos estaban alejados de toda rela­ción. Además de la natural separación de los demás seres hu­manos que impone la muerte, en aquellos tiempos se creía que los muertos también estaban alejados de la mano de Dios. Se pensaba que el poder de Dios no podía llegar al lugar de los muertos, y que los muertos - por su condición de impuros - no podían alabar al Señor.

El Evangelio ha reunido estos dos milagros porque es un en­cuentro de Jesús con la muerte manifestada en dos formas dis­tintas: un muerto en vida y un muerto físicamente. Y Jesús de­mostró su poder ante esta muerte, contra la cual los hombres no pueden hacer nada.

LOS DOS MILAGROS

El autor del relato presenta a una mujer que no ha podido ser curada por los médicos, a pesar del tiempo que lleva su trata­miento. Su enfermedad pertenece a aquellas que excluyen de la comunidad por las leyes establecidas en el Antiguo Testamento, principalmente en el libro del Levítico, y también por las normas dictadas por los maestros de Israel. Ella es una "impura" y con­tagia su impureza a todo lo que toca. Por esa razón no puede acercarse a Jesús para pedirle la curación ni solicitarle que le imponga las manos.

Sin embargo, movida por la necesidad, se ha introducido en el grupo de los que siguen a Jesús. No podía hacerse notar entre la gente, porque además de la vergüenza que le provocaba su enfermedad, al acercarse a la multitud estaba transgrediendo las normas. Pero tiene suficiente fe en Jesús para saber que con sólo tocar el manto, manteniendo su anonimato, puede obtener la curación. Así lo hace, e inmediatamente queda curada. Jesús tiene un poder como para purificar a aquellos que el Antiguo Testamento declara impuros.

El otro caso es el de la hija del jefe de la Sinagoga. Ella está muerta y ya ha comenzado la celebración de los funerales. Es también una impura que, según las leyes del Antiguo Testamento, contagia su impureza a todos los que la tocan. Sin embargo, Jesús le dijo al jefe de la Sinagoga que tuviera fe, luego se acer­có y tomó a la niña de la mano. Con una orden dada por el Señor, la niña se levantó y comenzó a caminar. En el Antiguo Testamento se relata que los profetas Elías y Eliseo resucitaron niños que habían muerto. Pero para hacerlo tuvieron que rezar a Dios y, en el caso de Eliseo, hacer una cantidad de gestos. Con­trasta todo esto con el proceder de Jesús, que por propia autori­dad y sin gestos resucita a la niña muerta.

Estos dos milagros avanzan un paso más sobre lo que se ha visto en los textos del evangelio que se han proclamado en do­mingos anteriores. La forma en que el autor de los textos pre­senta a Jesús vuelve a suscitar en los lectores la pregunta: ¿Quién es Jesús? Un hombre aparentemente como los demás, oprimido por la multitud, y que sin embargo despliega un poder que hace presentir que es una persona divina, porque purifica a los que la Ley declara impuros, y porque puede dar la vida por propia au­toridad, destacándose por encima de los profetas.

Aun cuando estos dos milagros sean cosas extraordinarias, se nos quiere mostrar que todavía pueden ser algo mucho más extraordinario. Por eso la narración insiste en la palabra “fe” que es relacionada con la palabra “salvación”.

En esos dos relatos tenemos que ver la verdadera situación del hombre en el mundo, y lo que significa el encuentro con Jesús. Dicho de otra forma se nos hace caer en la cuenta de que hay una manera más correcta de hablar de la muerte que la que usamos habitualmente. Muchas veces, o casi siempre, ha­blamos de los muertos y de los vivientes poniendo como punto de referencia el sepulcro. Los que están sepultados son los muer­tos y los que están fuera del cementerio son los vivientes. El Evangelio nos habla en otros términos: muertos son los que han roto todas sus relaciones con Dios y con el prójimo, aunque an­den caminando por las calles o rodeados por la multitud. La muerte es estar sumido en la tristeza, la vergüenza y el temor; es carecer de libertad, es no tener ánimo para vivir, es no tener deseos de vivir... La muerte también es la situación de los que por distintas razones están marginados o discriminados, y se ven impedidos de participar de las condiciones de vida de los demás.

La vida, en cambio, es mucho más que respirar, tener pulsa­ciones o actividad cerebral. La vida es gozar de todo aquello que Dios creó para los seres humanos: las relaciones de amor, la felicidad, el goce de todas las cosas que están en el mundo... Vivir es poder realizarse en el mundo, desarrollando las capaci­dades que Dios ha dado a cada uno. Los que viven son los que están abiertos a la fe y al amor, son aquellos que extienden a su alrededor vínculos de amor y de amistad, manifiestan alegría y confianza.

Para poder vivir de esta forma es necesario que el ser huma­no esté en orden, es decir, que se sitúe correctamente en el lugar que le corresponde con referencia a Dios, al prójimo y a toda la creación. Toda desviación o desubicación será causa de los grandes desórdenes que conducen a una vida fracasada, y finalmente a la muerte.

JESÚS ES LA VIDA

La muerte ya comienza en esta vida cuando se vive sumer­gido en el pecado porque se rompen los vínculos con Dios y con el prójimo. Esta muerte puede convertirse en eterna si el que la padece no se convierte a Dios abriéndose a la fe y dando espa­cio al amor en su corazón mientras todavía está en este mundo. Una vez llegada la muerte física, ya no habrá más espacio para la conversión. Pero un ser humano también puede sufrir la muerte durante esta vida cuando se ve privado de los bienes de la vida aun sin culpa propia: cuando es marginado o discriminado, o no es acogido por la comunidad, cuando es privado de la libertad o cuando carece de lo necesario para la subsistencia...

Dios no quiere la muerte de los seres humanos. Lo escucha­mos en la primera lectura que se proclama en la Misa de este domingo. Jesús ha venido a redimirnos para que no padezcamos ninguna de las formas de la muerte ni caigamos en la muerte eterna. Él se hizo hombre, murió y resucitó por nosotros para darnos la posibilidad de evitar esta perdición definitiva. La sal­vación que nos trae Jesús no es solamente la promesa para la otra vida, sino que al vencer la muerte, ha vencido también esta primera forma que es la que ya se padece en este mundo. Esta salvación se manifiesta en que el hombre de fe comienza a vivir en la alegría y en el amor, con confianza y sin temores ni vergüenzas.

El que vive de esta manera, unido a Cristo, tiene la prome­sa de que esa vida será eterna siempre que mantenga con fide­lidad esa unión con el Señor. Aunque tenga que morir físicamente, su muerte no será nada más que un sueño, como la niña del relato evangélico.

No hay ningún hombre que tenga el poder suficiente para hacer que todos los seres humanos pasen de la muerte a la vida. Es como el caso de los médicos que atendían a la mujer enfer­ma curada por Jesús, o como el de las lloronas en casa de la niña hija del jefe de la sinagoga. Jesús es el único que tiene poder sobre la muerte porque Él mismo es la Vida. Él dio su vida para que todos tengan vida y la tengan en abundancia. Nos redi­mió para que vivamos en una familia de hermanos, en la que Dios es el Padre de todos y donde todos podamos vivir como hermanos compartiendo todos los bienes que Dios ha puesto en el mundo para alegría de sus hijos. Y como en Él está la vida que viene del Padre, es el único que puede darnos la vida que dura para siempre.

Algunos se han sumergido en la muerte por su propia volun­tad. Como dice en otro lugar el libro de la Sabiduría, "los impíos llaman a la muerte con gestos y palabras: teniéndola por amiga, se desviven por ella y han hecho con ella un pacto, porque son dignos de pertenecerle". Pero aun en esos casos Jesús tiene poder para hacer pasar de la muerte a la vida. Por más grandes que sean los pecados que tiene una persona, por más vergonzo­sos que parezcan, por más enraizados y arraigados que se en­cuentren, siempre pueden ser superados, vencidos, borrados, perdonados por Jesús. Él nos lava y nos hace hijos de Dios en el bautismo, nos introduce en la familia de Dios que es la Iglesia donde somos alimentados con el cuerpo y la sangre de Cristo para que esa vida vaya creciendo, somos instruidos en la pala­bra de Dios, somos reparados por la penitencia y recibimos los medios y las oportunidades de desarrollar esa misma vida hasta que lleguemos a participar de su plenitud en la eternidad.

Si vemos que la muerte reina a nuestro alrededor porque no hay amor ni esperanza, porque no hay alegría ni confianza, no desesperemos: Cristo ha vencido a esta muerte y puede aportar la vida. Si nos encontramos apesadumbrados porque nos senti­mos solos, tristes, sin amor y sin confianza, si sentimos la ver­güenza de nuestros pecados y el temor de que esta muerte se convierta en eterna, volvámonos a Jesús: reconozcamos a nues­tro Salvador, tengamos fe y Él -a través de la Iglesia- nos dará la vida.

lunes, 25 de junio de 2012

María, Reina de la Paz

Mensaje del 25. junio 2012
31 aniversario de las apariciones de la Virgen en Medjugorje
“¡Queridos hijos! Con gran esperanza en el corazón, también hoy los invito a la oración. Cuando oran hijitos, ustedes están conmigo y buscan la voluntad de mi Hijo y la viven. Estén abiertos y vivan la oración, y que en cada momento ella sea para ustedes condimento y alegría de su alma. Yo estoy con ustedes e intercedo por todos ustedes ante mi Hijo Jesús. Gracias por haber respondido a mi llamado.”
Mensaje del 2 de junio de 2012
“Queridos hijos, continuamente estoy entre ustedes, porque con mi infinito amor, deseo mostrarles la puerta del Paraíso. Deseo decirles como se abre: por medio de la bondad, de la misericordia, del amor y de la paz ―por medio de mi Hijo. Por lo tanto, hijos míos, no pierdan el tiempo en vanidades. Sólo el conocimiento del amor de mi Hijo puede salvarlos. Por medio de este amor salvífico y del Espíritu Santo, Él me ha elegido y yo, junto a Él, los elijo a ustedes para que sean apóstoles de su amor y de su voluntad. Hijos míos, en ustedes recae una gran responsabilidad. Deseo que ustedes con su ejemplo, ayuden a los pecadores a que vuelvan a ver, a que enriquezcan sus pobres almas y a que regresen a mis brazos. Por lo tanto: oren, oren, ayunen y confiésense regularmente. Si el centro de su vida es comulgar a mi Hijo, entonces no tengan miedo, todo lo pueden. Yo estoy con ustedes. Oro cada día por los pastores y espero lo mismo de ustedes. Porque, hijos míos, sin su guía y el fortalecimiento que les viene por medio de la bendición, no pueden hacer nada. ¡Les agradezco!"

jueves, 14 de junio de 2012

15 de Junio: Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús




Con San Juan,
vemos en el Costado abierto del Crucificado
el signo de un amor que,
en la donación total de sí mismo,
vuelve a crear al hombre según Dios.

Contemplando el Corazón de Cristo,
símbolo privilegiado de este amor,
somos consolidados en nuestra vocación.
En efecto, estamos llamados
a insertarnos en este movimiento del amor redentor,
dándonos por nuestros hermanos,
con Cristo y como Cristo.

"En ésto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestras vidas por los hermanos." (1 Jn 3,16)

Así entendemos la reparación:
- Como la acogida del Espíritu (cf. Tes 4,8),
- Como una respuesta al amor de Cristo a nosotros,
- Una comunión con su amor al Padre
- Y una cooperación a su obra redentora en medio del mundo.

Es ahí, en efecto, donde Cristo libera hoy a los hombres del pecado
y restaura la humanidad en la unidad.
Es también ahí donde Cristo nos llama a vivir
nuestra vocación reparadora,
como estímlo de nuestro apostolado (GS 38)

(De las Constituciones de los Sacerdotes del Corazón de Jesús, NN 21 y 23)

Cómo comprender mi misión: 
Abrirnos al Espíritu Santo, recibiendo su Amor, expresado y manifestado en los carismas para el servicio del hermano que más sufre, el enfermo, el herido, el oprimido.  Ejercer los carismas en el marco de la nueva evangelización. Responder con amor, vivir en el amor, sabiendo y sintiéndonos primero amados por Cristo.  Si amamos, no hace falta siquiera hablar de reparación, porque amar es reparar.  Amor que tiene como meta el Padre, desde el corazón del hermano.
Sagrado Corazón de Jesús, ¡en Vos confío!

Feliz día del Sagrado Corazón de Jesús para todos.
Que todos se sientan atraídos por el inmenso amor del Corazón de Jesús.
Te consagro, Señor a todos cuantos lean esta página. Guárdalos en tu Corazón, míralos, bendícelos, llénalos de la Vida nueva de tu Espíritu.


Quiero agradecer a Elena Velázquez por permitirme usar su canción "Jesús, revélame tu Corazón", tomada del CD del mismo nombre, con la que armé el fotomontaje.  Este pequeño video lo pasamos en los retiros, y luego adoramos al Santísimo Sacramento expuesto en el Altar, abriéndonos al amor del Señor, al amor infinito de su Corazon.

sábado, 9 de junio de 2012

Cuerpo y Sangre de Cristo



Comentario a las lecturas dominicales
 Mons. Luis Heriberto Rivas

Solemnidad de Corpus Christi


Invitados a la Cena de Jesús


Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 14, 12-16. 22-26


El primer día de la fiesta de los panes Ácimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, los discípulos dijeron a Jesús: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la comida pascual?»

Él envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: «Vayan a la ciudad; allí se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua. Síganlo, y díganle al dueño de la casa donde entre: El Maestro dice: "¿Dónde está mi sala, en la que voy a comer el cordero pascual con mis discípulos?" Él les mostrará en el piso alto una pieza grande, arreglada con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario.»

Los discípulos partieron y, al llegar a la ciudad, encontraron todo como Jesús les había dicho y prepararon la Pascua.

Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomen, esto es mi Cuerpo.»

Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo: «Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos. Les aseguro que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios.»

 ****


Cada año el pueblo judío celebra la fiesta de Pascua, así como está mandado en la Biblia. En la primera noche de esta fiesta las familias se reúnen en una cena en la que antiguamente se comía un cordero que debía haber sido sacrificado esa mis­ma tarde en el Templo de Jerusalén. Como la Biblia prohíbe ofrecer sacrificios fuera del Templo de Jerusalén, después que éste fue destruido por los romanos en el año 70, ya no se puede contar con el cordero sacrificado para la cena. No obstante, los judíos continúan celebrando la cena pascual en el día correspon­diente, pero ya sin el cordero pascual.

Durante esa cena se revive lo que sucedió cuando los israe­litas fueron liberados por Dios de la esclavitud de Egipto. Antes de partir habían sacrificado un cordero, y con su sangre habían marcado las puertas de sus casas para evitar el castigo que Dios enviaría a los egipcios. Tomando elementos de antiguos ritos de las tribus semíticas nómades, se instituyó entonces esta cena de celebración, en la que anualmente se debía revivir la experiencia de la salvación y de la liberación del pueblo.

Para celebrar esta cena que conmemora este acontecimien­to, toda la familia se recostaba sobre almohadones. Este detalle era importante porque era el signo de la liberación: comían recostados como los señores y no sentados en el suelo como los esclavos. Ubicados de esa manera, en torno a la mesa adornada con velas encendidas, cantaban Salmos, recitaban oraciones, leían los textos de la Biblia y sus explicaciones. El padre de familia tenía un papel muy importante porque presidía, recitaba la ac­ción de gracias sobre el pan y el vino que se iban a consumir, y explicaba los textos bíblicos propios de esta celebración. En la actualidad, la forma de celebrar la cena de Pascua que tienen los judíos ha variado muy poco. Esta cena no es una simple comida familiar, como la de cualquier fiesta, sino que todo está previsto: lo que cada uno debe decir, qué se debe cantar, a quién le corresponde intervenir y en qué orden se deben servir las comidas y las copas de vino.

Al llegar la fiesta de Pascua, los discípulos de Jesús interro­garon al Maestro. Indudablemente Jesús también celebraría la cena como todos los hombres piadosos. Con un relato que tiene gran semejanza con el de la preparación de la entrada en Jeru­salén, el Evangelio describe la forma en que los discípulos llega­ron a la casa donde se debía celebrar la cena de Pascua. Llega­da la hora, Jesús y los Doce se reunieron en la sala preparada con los almohadones sobre los que se recostarían para celebrar la cena, según estaba previsto.

Pero los discípulos no sabían que Jesús, al celebrar la fiesta de Pascua, le daría un nuevo sentido: la liberación de la esclavi­tud de Egipto y el cordero sacrificado pasarían a ser figuras de la realidad que es él mismo Jesús. Él es el que con el derrama­miento de su sangre arranca al hombre de la esclavitud del pe­cado y de la muerte. En la nueva Pascua se experimenta y se gusta la verdadera salvación y la verdadera liberación.

EL CORDERO SACRIFICADO

Ocupando el lugar del padre de familia, Jesús está en medio de sus discípulos y preside la cena de Pascua. Llega el momen­to en que le corresponde pronunciar la acción de gracias por el pan. Según está establecido, toma un pan y recita la oración correspondiente, luego va rompiendo el pan y coloca un trozo en la mano de cada discípulo. Al hacerlo, dice estas novedosas palabras: «Esto es mi Cuerpo».

Un Cordero debió ser sacrificado en la noche de la primera Pascua para marcar con su sangre a los miembros del pueblo de Dios y salvarlos de los castigos que estaban por caer sobre los egipcios. Ahora Jesús se entrega como víctima para salvar a todos los hijos de Dios. Su cuerpo será destrozado de la misma forma que se rompe el pan para poder servir de alimento. Este es el nuevo cordero de la Pascua: sin mancha y sin defecto, como corresponde en una ofenda que se hace a Dios.

Cada vez que los cristianos nos reunimos para la celebración de la Misa, el que preside repite las palabras de Jesús: «Esto es mi Cuerpo», y luego nos da el pan partido. Jesús se hace pre­sente en el pan de la Eucaristía para ser nuestro Cordero, el que nos alimenta y nos libera de la condenación.

LA SANGRE DE LA ALIANZA

Hemos escuchado en la primera lectura del día de hoy que cuando los israelitas salieron de la esclavitud de Egipto, Moisés los llevó hasta el Monte Sinaí. Allí Dios se manifestó e hizo la alianza con los israelitas. Los que hasta ese momento habían sido esclavos, ahora obtenían la libertad y comenzaban a ser un pueblo: el pueblo de Dios. El Señor los gobernaba y les daba su ley. Esto se hizo en forma de Alianza, es decir de un compromi­so entre Dios y los hombres. Dios se comprometía a protegerlos y gobernarlos, y ellos se comprometían a ser el pueblo de Dios y a cumplir sus mandamientos: «Ustedes serán mi pueblo, y yo seré su Dios».

Moisés mandó sacrificar algunos animales, luego tomó la sangre y derramó una parte sobre el altar, y con la otra parte roció a todo el pueblo diciéndoles: «Esta es la sangre de la Alian­za que Dios ha hecho con ustedes». De esta forma, Moisés unía definitivamente al altar (que representaba a Dios) y al pueblo, rociándolos con la misma sangre. La firmeza del contrato que­daba asegurada porque Dios y los hombres se habían unido con una misma sangre.

Durante la cena de Pascua, Jesús recordó este momento de la historia del pueblo cuando tuvo que pronunciar la acción de gracias sobre la copa con el vino. Pronunció la bendición y luego la entregó a sus discípulos con palabras que eran como un eco de las de Moisés: «Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alian­za...». Ahora hay una nueva víctima: Jesús se sacrifica y derrama su sangre, y con esta sangre se unen todos los cristianos para formar el nuevo pueblo de Dios. Pero ya no es la sangre de los animales, sino la misma sangre de Cristo, como nos ha enseñado el autor de la Carta a los Hebreos en la segunda lectura del día de hoy. Esta sangre está presente en la Eucaristía para ase­gurar cada día la unión de Dios con los hombres, y de todos los hombres entre sí.

HASTA QUE ÉL VUELVA

Jesús termina diciendo: «Ya no volveré a beber... hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de Dios». La cena con Jesús ha comenzado, pero todavía queda una copa que se servirá en el último día cuando celebremos la fiesta del Cielo, el Banquete con Dios. No sabemos cómo será el Cielo, no tenemos forma de imaginarlo. En todo caso siempre usamos la palabra "fiesta", o "banquete", u otra que nos dé la idea de una gran alegría. Jesús también nos habla de ese Banquete, pero nos dice que ya ha comenzado. Cada vez que nos reunimos como hermanos para partir el mismo Pan que es Cristo, escuchamos su Palabra y participamos alegremente en la celebración de la Misa, ya esta­mos empezando a vivir las alegrías del cielo. Ya Jesús está cenando con nosotros, y Él mismo se nos da como alimento. La Misa no es una ceremonia lúgubre u oscura, sino que es el ale­gre comienzo del banquete celestial.

EL SACRAMENTO DE NUESTRA FE

En la Misa repetimos lo que Cristo ha ordenado a sus discí­pulos, se revive e1 Sacrificio de Jesús que se entrega como víc­tima y derrama su sangre por nosotros en la Cruz. Se revive el banquete de Pascua en el que Cristo preside la cena y nos ali­menta con la carne y la sangre del cordero que nos salva de la condenación y asegura nuestra Alianza con Dios. Se comienza a festejar la alegría del Cielo sentándonos en la Mesa de Dios.

Pero todo esto está oculto: solamente vemos las apariencias del pan y del vino, mientras que la fe nos asegura todo lo demás. Creemos firmemente en la palabra de Cristo que nos dice que detrás de esas apariencias está su presencia y su sacrificio. Por eso el sacerdote dice: «¡Este es el Sacramento de nuestra fe!»

Hasta hace algunos años comulgábamos de rodillas porque queríamos hacer más visible nuestra adoración ante la presen­cia de Cristo. Actualmente hemos vuelto a una costumbre mu­cho más antigua, que es la que tenían los primeros cristianos y durante varios siglos se mantuvo en la Iglesia: nos ponemos de rodillas en la consagración para expresar nuestra adoración, y comulgamos de pie para expresar nuestra fe. De la misma for­ma que nos ponemos de pie para la proclamación del Evangelio y la recitación del Credo, así también expresamos nuestra fe en la Eucaristía comulgando de pie, y cuando el sacerdote o minis­tro nos dicen: «Esto es el Cuerpo de Cristo», hacemos nuestro acto de fe respondiendo en voz alta: «Amén», que traducido en castellano significa: «¡Así es, efectivamente!»

TOMEN Y COMAN TODOS...

En cada Misa oímos que se repite esta invitación de Jesús. El se ofreció al Padre por todos, y quiere que todos participen de este acto salvador, por eso entrega todos los días su Cuerpo y su Sangre en todos los altares del mundo. Algunos cristianos pasan mucho tiempo sin acercarse a comulgar. Tal vez lo hagan por­que no están suficientemente preparados, o porque hace mucho que no van a confesar sus pecados para recibir el sacramento de la reconciliación. A los cristianos que obran así podríamos preguntarles: ¿No vale la pena hacer un esfuerzo y acercarse a un confesor? La invitación de Jesús, ¿tiene tan poca importancia que la podemos dejar pasar? ¿Cómo juzgaríamos nosotros la actitud de una persona a la que invitamos a comer a nuestra casa, si se pusiera a mirar cómo comemos y no quisiera servirse nada de lo que le ofrecemos?

Tal vez lo hacen porque consideran que no son lo suficiente­mente puros o santos como para recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor. Esto es verdad, no hay ninguna persona humana que sea digna de la comunión si Dios no la purifica antes. Pero re­cordemos que Cristo ha querido quedarse entre nosotros bajo la apariencia del pan para que lo busquemos cuando nos sentimos débiles, cuando necesitamos alimento. Antes de la comunión decimos: «Señor, yo no soy digno...». Si ponemos de nuestra parte lo que nos exige la Iglesia (por ejemplo, nos confesamos si nos hace falta), Dios hará todo lo demás: «... ¡una palabra tuya bastará para salvarme!». San Ambrosio instruía a los fieles de Milán sobre la frecuencia con que debían recibir este sacramento, y les decía: "¿Qué te dice el Apóstol cada vez que lo recibes? Cada vez que lo recibimos "anunciamos la muerte del Señor" (1Cor 11, 26). Si anunciamos su muerte, anunciamos el perdón de los pecados. Si la sangre siempre se derrama para perdón de los pecados, debo recibirla siempre, para que siempre se me perdonen los pecados. Yo, que peco siempre, debo tener siempre la medicina".

Cuando estamos en la Casa de Dios, no seamos hijos rebel­des que se niegan a comer lo que les ofrece el Padre.

UNA COMIDA QUE NOS COMPROMETE

San Pablo nos enseña que por recibir la Eucaristía formamos todos un solo Cuerpo con Cristo: «Todos nosotros formamos un solo cuerpo, porque participarnos de ese único pan». El Cuerpo y la Sangre del Señor nos unen para que formemos este nuevo Pueblo de Dios, nos unimos con Cristo pero también con todos los demás cristianos. Somos todos como una sola persona. Cada comunión que recibimos nos tiene que hacer sentir más unidos a nuestros hermanos, nos tiene que hacer más sensibles a las ale­grías y a las tristezas, a las necesidades y a los problemas de los demás. La Eucaristía hace que Cristo y los demás ya no sean "otros", sino "nosotros mismos". Debemos reavivar el sentido de la palabra «comunión». La Eucaristía no es una comida que nos aísla, sino por el contrario, nos introduce en una «común unión», una unión con todos los demás.

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«Pablo dijo ‘La comunión del Cuerpo’ (1Cor 10, 16), pero como lo que es comunicado es diferente de aquél que recibe esta co­municación, él quitó esta diferencia que parece pequeña. Cuando dijo ‘La comunión del Cuerpo’ (1Cor 10, 16) quiso indicar una proximidad mayor, por eso añadió: ‘Porque siendo muchos, somos un solo pan, un solo cuerpo’. ¿Por qué digo comunión? Dice: Porque somos ese mismo Cuerpo ¿Qué es el pan'? El cuerpo de Cristo. ¿En qué se convierten los que lo reciben? En cuerpo de Cristo. No son muchos cuerpos, sino un solo cuerpo, como el pan, que está hecho de muchos granos de trigo, pero unidos de tal modo que de ninguna manera se percibe la multitud de los granos. Ellos están, pero la diferencia entre ellos desaparece por la unión. De la misma manera nos unimos entre nosotros y con Cristo. Porque tú no te alimentas de un cuerpo mientras aquél se alimenta de otro, sino que todos nos alimentamos del mismo cuer­po. Por eso añade Pablo: ‘Todos participamos del mismo pan’ (1Cor 10, 17).

Si todos participamos del mismo pan y todos nos convertimos en lo mismo ¿por qué no manifestamos el mismo amor y de esta forma nos convertimos en la misma cosa? Esto sucedía antigua­mente, en tiempos de nuestros antepasados, porque ‘la multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma’ (Hch 4, 32). Pero ahora no es así, sino todo lo contrario, porque hay muchas y diferentes guerras de unos contra otros, y contra los miembros del propio cuerpo somos más crueles que las fieras.

Pero a ti, que estabas alejado, Cristo te unió a Él mismo. Y tú, que has gozado de este amor y de esta vida del Señor, no te dignas poner el debido cuidado de unirte a tu hermano, sino que por el contrario, te alejas de él».
(San Juan Crisóstomo, Homilías sobre 1Cor, 24, 2).


 
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De la Exhortación Apostólica Postsinodal "Sacramentum Caritatis",
del Santo Padre Benedicto XVI - (22/2/2007) nn 66-68

Relación intrínseca entre celebración y adoración
66. Uno de los momentos más intensos del Sínodo fue cuando, junto con muchos fieles, nos desplazamos a la Basílica de San Pedro para la adoración eucarística. Con este gesto de oración, la asamblea de los Obispos quiso llamar la atención, no sólo con palabras, sobre la importancia de la relación intrínseca entre celebración eucarística y adoración. En este aspecto significativo de la fe de la Iglesia se encuentra uno de los elementos decisivos del camino eclesial realizado tras la renovación litúrgica querida por el Concilio Vaticano II. Mientras la reforma daba sus primeros pasos, a veces no se percibió de manera suficientemente clara la relación intrínseca entre la santa Misa y la adoración del Santísimo Sacramento. Una objeción difundida entonces se basaba, por ejemplo, en la observación de que el Pan eucarístico no habría sido dado para ser contemplado, sino para ser comido. En realidad, a la luz de la experiencia de oración de la Iglesia, dicha contraposición se mostró carente de todo fundamento. Ya decía san Agustín: « nemo autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit; [...] peccemus non adorando – Nadie come de esta carne sin antes adorarla [...], pecaríamos si no la adoráramos ».[191] En efecto, en la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia.[192] Recibir la Eucaristía significa adorar al que recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos una sola cosa con Él y, en cierto modo, pregustamos anticipadamente la belleza de la liturgia celestial. La adoración fuera de la santa Misa prolonga e intensifica lo acontecido en la misma celebración litúrgica. En efecto, « sólo en la adoración puede madurar una acogida profunda y verdadera. Y precisamente en este acto personal de encuentro con el Señor madura luego también la misión social contenida en la Eucaristía y que quiere romper las barreras no sólo entre el Señor y nosotros, sino también y sobre todo las barreras que nos separan a los unos de los otros ».[193]





Práctica de la adoración eucarística
67. Por tanto, juntamente con la asamblea sinodal, recomiendo ardientemente a los Pastores de la Iglesia y al Pueblo de Dios la práctica de la adoración eucarística, tanto personal como comunitaria.[194] A este respecto, será de gran ayuda una catequesis adecuada en la que se explique a los fieles la importancia de este acto de culto que permite vivir más profundamente y con mayor fruto la celebración litúrgica. Además, cuando sea posible, sobre todo en los lugares más poblados, será conveniente indicar las iglesias u oratorios que se pueden dedicar a la adoración perpetua. Recomiendo también que en la formación catequética, sobre todo en el ciclo de preparación para la Primera Comunión, se inicie a los niños en el significado y belleza de estar con Jesús, fomentando el asombro por su presencia en la Eucaristía.
Además, quisiera expresar admiración y apoyo a los Institutos de vida consagrada cuyos miembros dedican una parte importante de su tiempo a la adoración eucarística. De este modo ofrecen a todos el ejemplo de personas que se dejan plasmar por la presencia real del Señor. Al mismo tiempo, deseo animar a las asociaciones de fieles, así como a las Cofradías, que tienen esta práctica como un compromiso especial, siendo así fermento de contemplación para toda la Iglesia y llamada a la centralidad de Cristo para la vida de los individuos y de las comunidades.
Formas de devoción eucarística
68. La relación personal que cada fiel establece con Jesús, presente en la Eucaristía, lo pone siempre en contacto con toda la comunión eclesial, haciendo que tome conciencia de su pertenencia al Cuerpo de Cristo. Por eso, además de invitar a los fieles a encontrar personalmente tiempo para estar en oración ante el Sacramento del altar, pido a las parroquias y a otros grupos eclesiales que promuevan momentos de adoración comunitaria. Obviamente, conservan todo su valor las formas de devoción eucarística ya existentes. Pienso, por ejemplo, en las procesiones eucarísticas, sobre todo la procesión tradicional en la solemnidad del Corpus Christi, en la práctica piadosa de las Cuarenta Horas, en los Congresos eucarísticos locales, nacionales e internacionales, y en otras iniciativas análogas. Estas formas de devoción, debidamente actualizadas y adaptadas a las diversas circunstancias, merecen ser cultivadas también hoy.[195]

jueves, 7 de junio de 2012

Padre Emiliano Tardif - Jesucristo Sana Hoy

Aniversarios: Padre Pablo Emilio Chenard - Padre Emiliano Tardif msc.



El Padre Emiliano Tardif nació y fue bautizado el 6 de junio de 1928 en la  localidad de San Zacarías, Canadá. Él mismo nos cuenta su testimonio.
Falleció en San Antonio de Arredondo, Córdoba, el 8 de junio de 1999, dos días después de celebrar su cumpleaños en Santo Dominogo y al comenzar un retiro para sacerdotes en Córdoba, Argentina.
Pedimos también su intercesión desde el cielo.
¡Gracias, p. Emiliano, por ser dócil al Espíritu Santo!




Siempre pienso que, si el Señor le regaló este carisma aquí en la tierra y tanto escuchó su oración, ¿porqué no seguiría escuchándola, ahora que el p. Emiliano partió a la casa del Padre?

Oremos juntos

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Señor Jesús, creemos que estás vivo y resucitado.
Creemos que estás realmente presente en el Santísimo Sacramento del altar y en cada uno de nosotros. Te alabamos y te adoramos. Te damos gracias, Señor, por venir hasta nosotros como pan vivo bajado del cielo. Tú eres la plenitud de la vida. Tú eres la resurrección y la vida. Tú eres, Señor, la salud de los enfermos.
Hoy queremos presentarte a todos los enfermos que leen esta oración, porque para Ti no hay distancia ni en el tiempo ni en el espacio.

Tú eres el eterno presente y Tú los conoces. Ahora, Señor, te pedimos que tengas compasión de ellos. Visítalos a través de tu Evangelio proclamado en este libro para que todos reconozcan que Tú estás vivo en tu Iglesia hoy; y que se renueva su fe y su confianza en Ti; te lo suplicamos, Jesús.

Ten compasión de los que sufren en su cuerpo, de los que sufren en su corazón y de los que sufren en su alma que están orando y leyendo los testimonios de lo que Tú estás haciendo por tu Espíritu renovador en el mundo entero.

Ten compasión de ellos, Señor. Desde ahora te lo pedimos. Bendícelos a todos y haz que muchos vuelvan a encontrar la salud, que su fe crezca y se vayan abriendo a las maravillas de tu amor para que también ellos sean testigos de tu poder y de tu compasión. Te lo pedimos, Jesús, por el poder de tus santas llagas, por tu santa cruz y por tu preciosa sangre. Sánalos, Señor, sánalos en su cuerpo, sánalos en su corazón, sánalos en su alma. Dales vida y vida en abundancia. Te lo pedimos por intercesión de María Santísima, tu madre, la Virgen de los Dolores, quien estaba presente, de pie, cerca de la cruz. La que fue la primera en contemplar tus santas llagas y que nos diste por madre.

Tú nos has revelado que ya has tomado sobre Ti todas nuestras dolencias y por tus santas llagas hemos sido curados.

Hoy, Señor, te presentamos en fe a todos los enfermosque nos han pedido oración y te pedimos que los alivies en su enfermedad y que les des la salud.

Te pedimos por la gloria del Padre del cielo, que sanes a los enfermos que van a leer esta oración. Haz que crezcan en la fe, en Ia esperanza, y que reciban la salud para gloria de tu Nombre. Para que tu Reino siga extendiéndose más y más en los corazones, a través de los signos y prodigios de tu amor.

Todo esto te lo pedimos Jesús, porque Tú eres Jesús,

Tú eres el Buen Pastor y todos somos ovejas de tu rebaño. Estamos tan seguros de tu amor, que aún antes de conocer el resultado de nuestra oración en fe, te decimos: gracias Jesús por lo que Tú vas a hacer en cada uno de ellos. gracias por los enfermos que Tú estás sanando ahora, que Tú estás visitando con tu misericordia.

¡Gloria y alabanza a Ti, Señor!

P. Pablo Emilio Chenard


Hoy el p. Pablo Emilio Chenard festeja desde el cielo un nuevo cumpleaños. El p. Emilio falleció, luego de un proceso muy doloroso a causa de un tumor cerebral, el día de Todos los Santos, 1 de noviembre de 1997.
El Señor lo eligió para liberar a su pueblo de las insidias del enemigo a través de su apostolado misionero en el Sacramento de la Confesión, ya sea en su Capilla como en los tantos y tantos retiros y convivencias. Lo dotó de autoridad sacerdotal y carismática en el ministerio de liberación.
Fue un profeta en la caridad pastoral: atención de madres solteras, divorciados en nueva unión, solos, oprimidos, como así también dio un impulso evangelizador a la ciudad de Resistencia y aún mucho más allá de la misma, desde la humildad, la espiritualidad y la confianza en la misión evangelizadora de los laicos como nunca más se vió allí. Tanto que sus frutos perduran en el tiempo hasta el presente. La vitalidad de fe generada en torno a los grupos de oración y Seminarios de vida impulsó un crecimiento impresionante.
La Virgen María fue su Madre fiel a lo largo de los años, en especial con su intercesión y el Rosario cotidiano.
Hoy y siempre te recordamos y te necesitamos, Emilio.
Gracias por el don de tu vida y tu ministerio.
Ruega al Padre por nosotros, intercede para vernos libres de todo lo que nos impide seguir a Jesús. 
María, Rosa Mística, ruega por Emilio, ruega por nosotros.


"Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber, estaba de paso, y me alojaron; desnudo y me vistieron; enfermo y me visitaron; preso, y me vinieron a ver..." Mt 25, 34 ss.

sábado, 2 de junio de 2012

No Llores Si Me Amas


No llores si me amas,
¡Si conocieras el don de Dios y lo que es el cielo!

Si pudieras oír el cántico de los ángeles
y verme en medio de ellos!
Si pudieras ver desarrollarse ante tus ojos; los horizontes, los campos
y los nuevos senderos que atravieso!

Si por un instante pudieras contemplar como yo,
la belleza ante la cual las bellezas palidecen!
¡Cómo!...¿Tu me has visto,
me has amado en el país de las sombras
y no te resignas a verme y
amarme en el país de las inmutables realidades?

Créeme.
Cuando la muerte venga a romper las ligaduras
como ha roto las que a mí me encadenaban,
cuando llegue un día que Dios ha fijado y conoce,
y tu alma venga a este cielo en que te ha precedido la mía,
ese día volverás a verme,
sentirás que te sigo amando,
que te amé, y encontrarás mi corazón
con todas sus ternuras purificadas.

¡Volverás a verme en transfiguración, en éxtasis, feliz!
ya no esperando la muerte, sino avanzando contigo,
que te llevaré de la mano por
senderos nuevos de Luz...y de Vida...
Enjuga tu llanto y no llores si me amas!

(San Agustín)