sábado, 18 de junio de 2011

EL cura todas tus heridas y sana tus dolencias

La mirada de Jesús

El Evangelio nos presenta a Jesús llevando a cabo su misión salvadora. Y en cada encuentro personal que encontramos en el Evangelio se abre para todas las personas y comunidades de todos los tiempos el mismo canal de gracia: la Mirada amorosa de Jesús. El Dios que se ha inclinado sobre el corazón herido para sanarlo. Jesús que "mira" y con su mirada ilumina la realidad herida por el pecado -cuyo signo es el sufrimiento proyectado de manera múltiple-. A este sufrimiento, Jesús le da un marco de salvación, le da sentido. Abre a la esperanza, suscita en cada persona el deseo de dejarse mirar, dejarse encontrar, dejarse amar. En la mirada de Jesús encontramos su mano extendida, su brazo fuerte, su manifiesto deseo -eficaz deseo- de sanar y salvar.
La mirada de Jesús, interpela, perdona, sana, salva. En él se realiza lo que proclama el salmista:

Él perdona todas tus culpas
y cura todas tus dolencias;
rescata tu vida del sepulcro,
te corona de amor y de ternura;
él colma tu vida de bienes,
y tu juventud se renueva como el águila.
El Señor hace obras de justicia
y otorga el derecho a los oprimidos...
El Señor es bondadoso y compasivo,
lento para enojarse y de gran misericordia;
no acusa de manera inapelable
ni guarda rencor eternamente;
no nos trata según nuestros pecados
ni nos paga conforme a nuestras culpas.
Cuanto se alza el cielo sobre la tierra,
así de inmenso es su amor por los que lo temen;
cuanto dista el oriente del occidente,
así aparta de nosotros nuestros pecados.
Como un padre cariñoso con sus hijos,
así es cariñoso el Señor con sus fieles;
él conoce de qué estamos hechos,
sabe muy bien que no somos más que polvo.
Los días del hombre son como la hierba:
él florece como las flores del campo;
las roza el viento, y ya no existen más,
ni el sitio donde estaban las verá otra vez.
Pero el amor del Señor permanece para siempre,
y su justicia llega hasta los hijos y los nietos
de los que lo temen y observan su alianza,
de los que recuerdan sus preceptos y los cumplen.
(Sal 103)

El sabe de qué barro estamos hechos. La luz de su mirada tiene la misión de dar vida allí donde hay sombras de muerte, esperanza donde hay angustia, miedo, dolor, desesperación. Su mirada nos revela al Corazón de Jesús que no es indiferente, sino que se inclina para sanar, respondiendo así a la necesidad, a la súplica, a la indigencia, a la orfandad, a toda situación donde haya sufrimiento cualquiera sea su causa.

Como dice Philippe Madre:
Jesús «no quiere disociar predicación y curación. Cristo desea inclinarse sobre toda suerte de angustia humana, ya sea esta la de una enfermedad física o psíquica, la de un sufrimiento social o familiar, la de una culpabilidad o una desesperación.
El Evangelio (Mt 9,35-38) nos describe una escena asombrosa, esclarecida aún más por Marcos (6,34) o por Lucas (10,2). Multitudes vienen a Jesús, inclinadas por sus cargas, con sufrimientos de diversa índole. Hay un detalle que debemos retener: Los ve en el camino que los lleva a Él. Fija su mirada sobre ellas; Él les está ya presente, como anticipándose al encuentro. Están acercándose a Él, numerosas, y ya les pone atención con el corazón y con el espíritu.
¿Qué sabiduría se nos enseña aquí?
Jesús está atento con el corazón: su compasión se está ejerciendo. Está trastornado hasta lo más íntimo de su alma por el sufrimiento del hombre, sea el que sea. Busca ya, aun antes de escuchar la queja o la súplica, cómo socorrer, cómo ayudar, cómo encontrar una solución adecuada...
Jesús está atento con el espíritu: su sabiduría está en ejercicio, por lo que el hombre llama (hoy en día) el discernimiento profético. Los diferentes sufrimientos que Él contempla con dolor están ligados con la ignorancia o la ceguera espiritual. Todas estas personas tienen algún mal, ya en su cuerpo, ya en su alma, ya en su misma vida. Están encerradas en su sufrimiento porque ignoran una verdad (una realidad) para su existencia: su Dios es un Dios de amor y de ternura, lento a la cólera y lleno de bondad.
Estas personas, seguramente, como judíos que son, han oído hablar de Dios, pero el yugo que algunos jefes religiosos les hacen llevar, desnaturaliza o falsifica la imagen o representación que tienen de Él. La carga puede ser, quizás, la de la ocupación romana, o, peor aún, la del autoritarismo de ciertos fariseos; sea lo que sea, para la inmensa mayoría de estas multitudes, Dios no es conocido tal como es Él, y las prácticas religiosas a las cuales ellos están obligados no constituyen en manera alguna una vía de felicidad y de curación. Necesitan una revelación del Dios verdadero, del Dios-Padre. Cristo ha venido para esto.»[1]

Podríamos decir que Jesús consideró esencial sanar el corazón -¡y el cuerpo!- para manifestar de manera evidente su incondicional amor por el hombre, su voluntad de salvarlo, su deseo de restablecerlo en su más honda dignidad: reconciliarlo con el Padre, consigo mismo y su entorno vital. Y esa transformación espiritual ofrecida por el Corazón de Jesús, se encarna verdaderamente porque vino a salvar a todo el hombre y a todos los hombres.

Ni la sanación termina en el cuerpo, ni la salvación se refiere únicamente al alma... ni siquiera tan sólo al individuo…

Jesús sanó -¡y continúa sanando hoy!- porque es el Salvador, y porque la enfermedad y el sufrimiento se convierten en el lugar privilegiado en el que se manifiesta el poder de su amor y su misericordia. Ésta es la razón por la cual, en el Evangelio como en la Iglesia de hoy, curación y salvación están íntimamente ligadas, aun cuando la ceguera del corazón humano tiene la tendencia a disociar las dos experiencias, exaltando una y relativizando la otra.



[1] Madre, Philippe (2007): Curación y exorcismo: ¿cómo discernir?, San Pablo, Bogotá, pp 21-22

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